Louis, el protagonista de Tan sólo en el fin del mundo –pieza cumbre del dramaturgo galo Jean-Luc Lagarce, que se lleva a escena desde hoy jueves hasta el domingo en el Teatro Arriaga–, tiene la certeza de que va a morir. Acaba de recibir la noticia de que ha contraído el VIH y el calendario marca un mes cualquiera del año 1990, cuando los tratamientos antirretrovirales aún no existían. Eneko Sagardoy (Durango, 1990), el actor que se pone en su piel, cuenta que el joven vuelve a su hogar, el lugar del que escapó por la asfixiante “homofobia implícita” que destilaban sus paredes.

Regresa porque la parca le ronda y quiere despedirse de aquellos a los que más ama. Sin embargo, aquellos con los que comparte sangre y apellido también son quienes rechazan su identidad (aunque no se lo digan directamente); quienes más le violentan (aunque la violencia que ejercen no sea explícita); quienes, en definitiva, más lejos están de él. Por eso nadie habla del virus abiertamente.

“En el fondo, lo importante es que el hijo pródigo vuelve a casa después de estar desaparecido”, desvela Sagardoy, “pero el motivo de ese regreso pasa a un segundo plano. La obra intenta responder a la pregunta de por qué nos debemos a aquellos con quienes compartimos la sangre”, sentencia.

Reconoce que esta es una de las razones por las que el público se revuelve en el patio de butacas. Algo se mueve en los asientos, porque la pieza de Lagarde intenta desentrañar dos temas fundamentales de la existencia humana: la familia y la muerte. “Entonces, inevitablemente apela a los instintos y a las actitudes más arraigadas en el ser humano. Y eso es incómodo”, admite.

No obstante, este es el tipo de teatro con el que el intérprete disfruta más sobre las tablas, ese que se atreve a poner en tela de juicio lo que la gente rehusa aceptar. A la pregunta de si la obra se erige como un cuestionamiento del concepto de familia nuclear, Sagardoy responde que sí: “ Es un espejo esperpéntico en el que vernos, porque creo que, en mayor o menor medida, todos sentimos esa extrañeza con nuestros círculos más cercanos, los supuestamente más seguros”, apunta.

El actor durangarra también subraya que construir este “espejo esperpéntico” no ha sido un asunto baladí. “El reto ha sido enfrentarme al texto de Lagarde. Un texto que viaja entre tiempos y se autocorrige todo el rato porque intenta ser muy, muy preciso sin querer hacer daño”, explica.

Dice, en el mismo orden de cosas, que el libreto es un reflejo de la incomunicación e incapacidad que acecha a los personajes que habitan en él y que la manera de expresar –o no expresar– estas ideas se acerca mucho a la oralidad cotidiana. “Es una forma de hablar muy cercana a la de la vida real, con frases sin acabar, plagada de intentos de explicarse bien”, precisa Sagardoy.

Ponerse en la piel de Louis –que, en realidad, es un reflejo del propio Lagarde, que falleció como consecuencia del sida en 1995– tampoco fue coser y cantar. Quiso acercarse a ese “punto de casi vértigo” para entender “a una persona que sabe que sus días están contados”. “También hice un ejercicio para asimilar la ortopedia, el distanciamiento y la extrañeza que supone volver a encontrarte con los seres que más quieres en tu vida y a los que, sin embargo, llevas sin ver tanto tiempo”, añade. A su juicio, la obra aprueba con nota. Pese a todo.