Una reminiscencia demasiado vívida de un Burning Man que supuso algo así como una epifanía acecha a Diego mientras está inmerso en los preparativos de la fiesta para inaugurar su villa de veraneo en Menorca. La relación con Claudia, su mujer, se expone de forma tan irritante que casi resulta moralmente justificable el recuerdo de esa infidelidad con nombre propio que ahora toca a su puerta. De padre bilbaino y madre lekeitiarra, Jacobo Bergareche (Londres, 1976) despliega en su tercera novela la crudeza del último estertor del adiós cuando este es definitivo.

Dice que las bienvenidas deben ser largas y las despedidas, cortas. ¿Qué tienen las despedidas para envolverse en una aura de tristeza?

—Una despedida es como una forma de agonía, porque sabes lo que va a ocurrir: te tienes que separar de alguien con quien quieres estar. Por eso prolongarlo es doloroso y, a veces, es contraproducente. Como cuando sales una noche y vas a decir adiós, pero terminas tomándote siete copas más, porque no sabes decir adiós.

Diego, el protagonista de la novela, se abre a Amy, una desconocida que conoce en el Burning Man, en un ejercicio de sinceridad que es más complicado con los allegados.

—Sí. Es una cosa que ocurre mucho. Cuando algo realmente nos duele, nos preocupa o nos confunde, y no sabemos qué hacer con ello, o cuando tenemos una culpa muy grande, recurrimos a desconocidos como lo son un cura que está detrás de una celosía o un psicólogo, gente de la que no sabemos nada ni ellos de nosotros. Curiosamente, muchas veces son los que más ayudan a recolocar las cosas.

Decía recientemente: “La única manera de ayudar a alguien es diciéndole algo que no sepa”. Quizás es más difícil que alguien cercano pueda aportar un punto de vista diferente.

—La gente que tienes a tu alrededor tiene muy asentado el relato de lo que eres, y las expectativas de lo que eres no te dejan ser de otra manera o pensar las cosas de otra manera. Necesitas a otra persona que esté completamente limpia.

“Eres un banquero con tres casas y tres hijos”, resume Amy sobre Diego. Hay una tendencia a reducir el éxito a lo cuantificable, ¿verdad?

—Es que hay gente que está en el tener y gente que está en el ser. Hay que ser muy afortunado en la vida para estar en el ser y en el tener. Pero nos definimos mucho a través de lo que tenemos: un trabajo, casas, colecciones de cosas... No por lo que se es, que es mucho más difícil y lleva mucho más tiempo. Y uno tiene que hablar y abrirse, y el otro tiene que tener una curiosidad de querer saber con quién está.

A Claudia solo se la ve a través de los ojos de Diego. Y lo que se refleja no es muy favorable.

—La clave está en que la estamos viendo a través de los ojos de su marido, que probablemente no la sabe ver. Para ella su mayor preocupación durante todo el día es cuidar de una amiga que lo está pasando mal. Es una persona a la que le han obligado a montar una fiesta e invitar a gente que le genera ansiedad social porque la fiesta se convierte en el escaparate de su vida. Si uno se fija, porque siempre hay un sesgo de querer empatizar con un protagonista, te das cuenta de que su mujer es insoportable porque él está haciéndose insoportable.

De hecho, el amor entre Diego y Claudia está tan desgastado que casi cuesta creer que algún día estuvieran enamorados.

—Puede ser. Creo que Diego es una persona muy de cumplir con las cosas que se esperan de uno en la vida. No es de grandes pasiones, sino de ir haciendo las cosas bien. A lo mejor le han dicho que se tiene que casar con la guapa, con dinero y trabajadora, y es eso lo que ha hecho. Está cumpliendo, no se está escuchando a sí mismo.

Sin embargo, lo que sí se intuye son las consecuencias devastadoras que tendría su divorcio.

—Es la trampa en la que está mucha gente. El matrimonio es una estructura económica, como una empresa.

También se percibe el amor del protagonista por aquella mujer que conoció en el Burning Man. Probablemente porque es algo que quedó en el plano de la idealización.

—Es lo que ocurre cuando no compartes el retrete.

¿La idealización ayuda a sobrellevar el día a día o genera fantasías absurdas?

—Es normal que todo aquel que haya vivido más de 40 años en esta tierra tenga alguna figura idealizada de un amor no del todo consumado. Hay un cuento maravilloso de James Joyce, Los muertos, que va de eso: un marido descubre que su mujer tiene idealizado a un chaval que le cantaba por la ventana cuando tenía 17 años.

Quizás es que nos cuesta aceptar que hay sentimientos que, por muy intensos que sean, son efímeros.

—Y porque nos afecta el deseo de los otros. En toda pareja hay un acuerdo para que el deseo se quede dentro de las fronteras de la pareja, pero la gente siempre sigue deseando. Hay que ver lo que haces con ese deseo, pero es un conflicto que todos los humanos tenemos. ¿Qué hacemos con el deseo? ¿Lo domesticamos?

De ahí que haya mucho debate en torno a la monogamia.

—Es una estructura social bajo acoso ahora mismo. Lo que ocurre es que no hay alternativas mucho mejores, porque la soledad no parece que sea mucho mejor, sobre todo de cara al envejecimiento, una vez que se apaga el deseo. Y todos los líos de poliamor... no he visto ningún ejemplo que no haya conducido a un desastre.

¿Son tan importantes las puertas que se abren como las que se cierran?

—Suelen ser lo mismo. Cuando una se cierra, se abre otra. No tomar una decisión es una decisión en sí misma.

En esta obra reflexiona sobre la paternidad. ¿Es más padre el que ejerce que el biológico?

—Creo que la paternidad es un vínculo, un tipo de relación que se va construyendo. No es un hecho biológico. La sangre llama, sin duda, pero ser padre es algo que se hace cada día.

En esta ocasión se aleja del yo y de la autoficción. ¿Le es más fácil escribir sin sentir que se expone?

—Es más difícil, porque es más cómodo hablar desde el yo. Es lo natural, lo que nos sale. Además genera un vínculo mucho más rápido con el lector. Pero estoy muy empachado del yo. Creo que es importante hacer ese ejercicio de distanciamiento, de poner un poco más lejos de ti a los personajes, porque te permite observarles de otra manera. Hoy en día los escritores tienen una confusión entre ellos mismos y los narradores de la que quiero huir porque yo también he caído en ello.

¿En sus anteriores novelas?

—Sí. Mi primera novela, Estaciones de regreso, es totalmente memorística. Y la segunda es epistolar pero como hablan tan desde el yo la gente se confunde. Es muy higiénica la distancia, te permite ver mejor a los personajes y tenerlos más alejados de ti.

Sin embargo, en esta novela hay ciertas resonancias autobiográficas. El protagonista se enfrenta a una muerte muy dolorosa, igual que usted tuvo que hacerlo con la de su hermano.

—Conozco bien lo que es la muerte de un hermano. Esto no es lo mismo, es un primo y es una muerte violenta, como un suicidio. Estaba pensando más en los suicidios de los hermanos de dos íntimos amigos. Su tristeza, su duelo... y cómo se han recompuesto. No era tanto mi experiencia personal como la de estos amigos.

¿Cómo lleva el favor de la crítica? ¿Da vértigo no estar a la altura de las expectativas?

—Siempre. La gente compara, lo veo en Goodreads o en Instagram. Nadie compara esta última novela con la primera, que es muy distinta y se leyó mucho menos, aunque ahora se está reeditando. La comparan con la segunda, Los días perfectos. A alguna gente le gusta más, dicen que está mejor hecha, que es más novela. A otros les gusta menos, echan de menos que haya frases que se puedan subrayar, grandes sentencias y filosofías de la vida.

¿Llegará al punto en que no quiera leer ninguna crítica?

—Me interesan las críticas, pero me he quitado de Goodreads. Para mí es una cosa muy personal y para la gente es un libro más. A veces llega a ser doloroso cuando ves alguna cosa hiriente, así que ya no lo miro mucho.

¿Y siente la obligación de ser un prescriptor de opinión por el hecho de ser escritor?

—Es uno de los peligros de ser escritor. La gente te pide opinión de política, de gastronomía, de literatura... Y yo no tengo ni militancias ni activismos de ningún tipo. Unos días pienso una cosa, otros días otra, y hay otros en los que no tengo opinión. Como los escritores somos muy bocazas, terminamos dando muchas opiniones de las que luego nos arrepentimos. Me da mucha envidia la gente como Salinger o Beckett, que dejaban que sus libros hablaran por ellos.

O Milan Kundera, fallecido este año, que nunca concedía entrevistas.

—Tampoco hay que ser un borde. Hay que agradecer que la gente tenga curiosidad. El libro no solo lo escribe uno, hay un trabajo editorial y hay que remar con la promoción. Hoy en día hay un océano de libros y sacar la cabeza es complicado.