Ha fallecido el último superviviente vasco y del Estado a los gulags soviéticos, José María Bañuelos Hidalgo. Natural de Ortuella, salió adelante pasando por seis gulags de las actuales Rusia y Kazajistán y en plena miseria resistiendo la temperatura inhumana de 72º bajo cero. El viudo de María Pilar San José Bañuelos tenía 96 años de edad. La despedida a su persona se llevó a cabo el martes en el tanatorio de Getxo, municipio en el que residía.

El régimen del dirigente soviético de origen georgiano Stalin apresó a su camarada vasco –Bañuelos era comunista- “por robar un buzo de trabajo nuevo y 200 gramos de pan”, daba testimonio por primera vez hace cuatro años en este periódico. Hace un lustro, el director andaluz galardonado con premios Goya, Benito Zambrano, proyectó un documental memorialista y, entonces, pensó que ya no existían supervivientes a los gulags soviéticos y precisamente se encontró poco tiempo después con un reportaje en este diario sobre su vida en tiempos de pandemia del coronavirus. Consultado al respecto, Zambrano reacciona ante la pérdida de Bañuelos. “En el proceso de investigación me hubiese gustado conocerlo al conocer que era el último vivo”, valoriza porque pensaba que todos habían fallecido. “Bañuelos –continúa a DEIA- fue un resistente y vivió un horror que nadie debiera vivir en el mundo. Ese horror de los campos de concentración de la URSS, como los del nazismo”.

El finado siendo un niño partió del puerto de Santurtzi con solo 8 años a la antigua URSS en días de la guerra militar de 1936 y buscando tierra en paz para unos meses. Su madre quedaba en tierra llorando. Las previsibles semanas se convirtieron en años y sorpresas, tales como a verse haciendo piña junto a soldados republicanos españoles, e incluso junto a pilotos falangistas de la División Azul de Franco que habían sido hecho presos por los rusos durante la Segunda Guerra Mundial. El vizcaino, junto a todos ellos, formaba parte de un campo de concentración ubicado hoy en Kazajistán. Él fue uno de los supervivientes del famoso y terrorífico gulag de Karagandá. El término gulag es un conjunto de siglas que significa Dirección General de Campos de Trabajo y que popularmente se utiliza para referirse al entramado de campos de trabajos forzados que existieron dentro de la Unión Soviética.

Preguntado si tras siete años de gulag en gulag se arrepentía de haber sisado aquel buzo y aquel trozo de pan, respondía que no sabía. “Lo único que sé es que honradamente me siento culpable. Y le diré que nosotros éramos ladrones porque teníamos hambre, para comer. Sin embargo, el ruso no robaba y también tenía hambre. Esa era la diferencia”, precisaba uno de los protagonistas del libro ‘31 vidas antifascistas vascas’, de Desacorde Ediciones, 2022.

El hijo del soldado del Ejército de Euzkadi, Benigno Bañuelos López, pormenorizaba los sucesos por los que acabó condenado a 18 años de trabajos forzados. “Yo tenía un buzo todo roto, lleno de mierda. Pedí al encargado, que era judío, uno nuevo y me respondió que no había. En ese momento al salir de la fábrica de material fotográfico y de óptica de guerra, vi que estaban descargando un camión entero de buzos. Tiré de uno y saqué uno del fardo. Me pillaron seguido”.

Tras pasar por una cárcel de Moscú, fue llevado a un tribunal y condenado. Culpable: 18 años de esclavo de Stalin. Mientras tanto su hermano mayor, llamado igual que su padre, Benigno, era teniente de aviación en el gigante europeo. “Todo lo malo que me pasó allí fue culpa de los judíos. No me considero racista, no lo soy, ahora bien, con ellos no puedo. De hecho, Stalin siempre estaba rodeado de ellos y aunque era de Georgia, yo creo que también era judío. Son una raza que nunca ha trabajado como obrera, siempre ha tenido poder y siempre como jefes”, valoraba.

El peor capítulo de su vida lo vivió o, mejor dicho, sobrevivió en un gulag de Siberia. “No me creerá, pero yo aguanté 72 grados bajo cero, más frío que en el Polo Norte. De hecho, aquel lugar significa en castellano Pueblo del Frío”. De este modo, cuando llegaba el invierno, se despertaba con cadáveres a su lado. Y los guardianes apilaban los cuerpos hasta la primavera, estación del año en la que los enterraban en fosas comunes.

En otro gulag, tuvo que trabajar en minas de sal. “Nos daban mucha leche por el salitre que se respiraba. Salí bien de allí”. Su último destino fue Karagandá, en Kazajistán. Era el único superviviente de este campo de concentración que pudo viajar al memorial que se rindió en aquel lugar, de hecho, lo hizo sin acompañantes.

“Me hizo ilusión el reconocimiento”, enfatiza quien una vez allí tuvo a su lado a miembros de Archivo Guerra y Exilio (AGE) de Madrid como la secretaria de la organización Dolores Cabra.

Décadas antes, en aquel mismo lugar hizo grandes amigos, paradojas de la vida, con muchos de aquellos fascistas de los que sus padres le pusieron a salvo subiéndole al barco Habana en junio de 1937. “Estuve con pilotos de la División Azul de Franco y también con soldados republicanos que preferían no salir del país. Nos juntamos todos sin tener en cuenta ideologías. Lo importante era vivir, conseguir la libertad tras trabajar 14 horas al día a cambio de 600 gramos de pan sin cocer”.

Y aquella anodina fraternidad le posibilitó, curiosamente, salir del país antes que el resto de niños y niñas de la guerra. Un acuerdo del genocida Franco facilitó el retorno de “268 personas de la División Azul”, aunque realmente eran 248 divisionarios y 38 republicanos del gulag. “Hasta que no llegué a Turquía, pensaba que llegaría otro barco vasco-ruso que nos echaría atrás”.

El 2 de abril de 1954 –se acaban de cumplir 70 años- atracaron en Barcelona. “Vino mi padre a buscarme, que ya estaba tocado de salud entonces por la guerra.

Nunca he sabido de qué batallón del Ejército vasco fue miliciano”, lamentaba quien residía en Algorta. A su regreso, formó parte de “una célula del PCE”, detallaba haciendo referencia a Unión Comunista de España (UCE). “Pero en una reunión dijeron que teníamos que seguir a Mao y les dije aquí a ver qué tiene que ver el comunismo chino o ruso… y me borré.

No quise saber ya nada de ellos. Y ahora vivo más tranquilo”, estimaba, pero se mostraba agradecido al pueblo ruso. “Les debo mucho, como, por ejemplo, mi educación y diferentes títulos académicos, por ejemplo, el de perito industrial.

Es un pueblo al que quiero; no así a los judíos que fueron expulsados de Egipto y colonizaron Palestina. ¡Yo estoy con Palestina!”, matizaba ya hace cinco años. l