El más mínimo ruido “activa todas las alertas”. Solo en medio del océano, a merced de los elementos y otras posibles incidencias, como cuando detectó en Mauritania “un velero francés” que al principio no parecía tan inofensivo, Javier Larrañaga completó la travesía del Atlántico, su primera experiencia transoceánica. Un desafío “más mental que físico” de 7.500 kilómetros en solitario con el que da un paso más en la navegación que le enganchó “por un problema de salud”. Deportista nato, antes el vecino de Zalla jugó al fútbol en el club del municipio, practicó esquí de fondo, ciclismo y alcanzó el campo base del Annapurna.

En 2008 adquirió su primer velero y comenzó a formarse para ser patrón, a partir de entonces ganó varios campeonatos de Bizkaia y Euskadi. Poco a poco, empezó a fraguarse esta “iniciativa personal” que concibió “como un reto, el probarme a mí mismo que podía resolver situaciones imprevistas”. Pasó de “querer navegar más rápido a querer navegar más lejos”. Antes de diseñar los detalles de la travesía, se aseguró de que “las circunstancias me acompañaran en ese momento de mi vida; por lo que recomendaría a quien se lo pueda plantear que todo lo que no marcha bien, que no lo intente”.

La “preciosa” aventura no le resultó físicamente muy exigente. Al mismo tiempo, “me había mentalizado para la posibilidad de tener que abandonar el barco por cualquier emergencia y llevaba una bolsa de pánico preparada con lo imprescindible para sobrevivir” en una lancha salvavidas: desalinizadora manual, alimentación, placas solares para generar energía y dispositivo para comunicarme vía satélite”.

Al contrario de lo que pueda parecer, el verse rodeado de agua durante semanas no le aburrió o agobió. “Disfruté desde el primer hasta el último día y nunca me sentí solo, me daba la sensación de que el barco era otra persona más”, desvela. “Afortunado por haberme adaptado al descanso”, desde que otro barco pasó “a 200 metros de mí y luego me adelantaron otros dos más” cuando pasaba por África “nunca volví a dormir más de dos horas seguidas, transcurrido ese margen, subía a cubierta a comprobar que todo estaba bien”. “Los abordajes de barcos grandes con poca tripulación que no te ven” pueden suponer un peligro.

Sabía que no dormir y deshidratarse “pueden provocar alucinaciones”, así que cada día al amanecer “llenaba el mínimo de agua que debía beber y por la noche hacía la comida principal”, mayoritariamente a base de pescado que consumía “en parte crudo, al horno y desecado”.

La circulación por el Atlántico “es como subirse a unas vías” en la que hay que coger la etapa más propicia para aprovecharse del viento favorable “entre finales de noviembre y marzo, cuando sopla estable” y leer correctamente el pronóstico meteorológico. “No se navega en línea recta”, sino que se baja primero hasta el norte de África.

A Curazao en noviembre

Después de 33 días y haciendo una escala en Canarias, arribó a Martinica. Misión cumplida. De lo vivido saca la conclusión de que “debo dedicar tiempo a lo que me haga feliz o me aporte libertad”. De acuerdo con esa filosofía, repetirá desafío. El barco se encuentra en la isla caribeña de Curazao y Javier ya dispone de billete de avión para desplazarse allí el 24 de noviembre. “Prepararé el barco para ir por Colombia. Venezuela es excepcional y me gustaría atravesar el canal de Panamá y dejarlo todo listo para cruzar a la Polinesia, isla de Pascua...”. Teniendo en cuenta que el velero se llama Pacific, “aunque yo no lo bauticé así”, está predestinado.