EL acto académico del Euskara Eguna 2023 ha girado en torno a una pregunta: ¿Por qué los hablantes de una lengua preindoeuropea necesitan reivindicar sus derechos culturales en la Europa del siglo XXI? La respuesta se encuentra en una obra interesante, Sur l’universalité de la langue française, escrita por Antoine de Rivarol en 1783. Según los apologetas del autor, “su gloria quedó rápidamente establecida por el éxito de este discurso y por la causticidad de su mente”. Tal vez sea porque Rivarol opinaba que la lengua francesa, concretamente la variedad que el autor denominó picardo o “langue d’oïl”, era un lenguaje “superior” por su “genio” o “espíritu interior” que lo dotaba de mayor claridad, precisión, expresividad y racionalidad. Según concluyó Rivarol, era muy difícil ser una persona ilustrada y civilizada sin hablar francés.

Y sembró una idea. “La filosofía” se alegraría de ver a los seres humanos, de un extremo al otro de la tierra, formando una República de hablantes franceses bajo el dominio de esta única lengua “superior”. En su opinión, ese uniforme y apacible imperio monolingüe se debía extender sobre todo los pueblos, ya que sus mentes no serían “sanadas” hasta que no hablasen francés.

Adecuada a diversas lenguas, la idea de Rivarol nutrió la hambrienta empresa política europea, protagonista de abundantes masacres en la historia contemporánea de la humanidad.

En nombre de una constitución que aún no existía, los representantes de la asamblea revolucionaria decidieron en 1789 que el reino de Navarra y los señoríos de Lapurdi y Zuberoa debían desaparecer, que sus habitantes serían “ciudadanos de Francia”, y que su única lengua sería el idioma constitucional. La carta magna de 1791 incluyó una declaración de derechos [del hombre francés] como preámbulo. Según el artículo undécimo, los ciudadanos tendrían libertad de expresión y pensamiento, en francés.

En nombre de la libertad, la república despojó de sus derechos a todos aquellos que hablaban otras lenguas y a todas aquellas personas que no eran hombres. Más concretamente, aquellos habitantes cuya lengua materna no era la langue d’oïl, que según el informe de Henri Grégoire era el 89% de la población, vieron sus derechos anulados. Teniendo en cuenta que el 50% del 11% restante eran mujeres, la nueva constitución fue redactada para el 6% de la población.

La constitución monárquica de 1791 no tenía mucho sentido después de decapitar al rey el 21 de enero de 1793. Una constitución republicana fue confirmada el 24 de junio de 1793 pero nunca entró en vigor, ya que Maximilien Robespierre y los miembros del “Comité de Salud Pública” la anularon en octubre de 1793 y establecieron la dictadura del terror el 4 de diciembre. Y fue en esa situación alegal cuando el gobierno revolucionario de París aprobó las principales líneas legislativas en materia de política lingüística en nombre de la constitución, pero sin constitución; sin ley, pero en nombre de la ley. Entre el verano de 1793 y el invierno de 1794, en el período conocido como la terreur linguistique, los informes escritos por Henri Grégoire y Bertrand Barère, y apoyados por Robespierre, Georges Danton, Jean-Paul Marat y Louis Antoine de Saint-Just, confirmaron el principio político del monolingüismo propuesto por Rivarol. A petición del diputado Barère, el gobierno revolucionario aprobó el decreto del 5 de septiembre de 1793, según el cual se imponía el terror para exterminar a monárquicos y moderados “en cualquier momento”. Cientos de miles de personas fueron ejecutadas entre 1793 y 1794 y, a falta de más datos, sabemos que miles de ellos eran navarros y vascoparlantes.

Según los miembros del comité revolucionario de París, era preciso erradicar todas las lenguas que no fueran “lenguas de cultura, civilización y revolución”, porque quienes hablaban dichas lenguas vivían “confundidos” y “sumidos en la ignorancia” (“il est plus important qu’on ne pense en politique d’extirper cette diversité d’idiomes grossiers, qui prolongent l’enfance de la raison et la veillesse des préjugés”). El amor a la república y la fe en la revolución exigía la erradicación del euskara y el catalán (y de muchas otras lenguas).

Sistema de educación

En opinión de Grégoire y Barère, la mejor estrategia era establecer un sistema de educación pública gratuita pero obligatoria que, en aplicación de los principios de producción en cadena de la revolución industrial, generara ciudadanos patriotas y franceses en serie. A estas fábricas de ciudadanos las llamo Grégoire hôpitaux de l’espirit humain, sanatorios en los cuales los alumnos aprenderían lengua e historia francesa y los principios político-ideológicos del régimen. Así serían curadas sus almas. En un tono más belicista, Barère opinaba que las nuevas escuelas serían écoles de Mars donde los mejores estudiantes, separados de sus familias y entregados al estado, aprenderían a ser y a hablar como soldados franceses.

Según el decreto del 4 de junio de 1794 y, la comisión de “educación pública” ordenaba hacer desaparecer todas las lenguas distintas al francés (rapport sur la nécessité et les moyens d’anéantir les patois et d’universaliser l’usage de la langue française). En virtud del decreto de 20 de julio de 1794 (décret du 2 thermidor an 2, sur la langue française), la república francesa sería monolingüe a todos los efectos, incluida la administración de justicia y el sistema educativo.

Si bien se trata de decretos confirmados por un gobierno dictatorial en pleno período del terror, dichos principios legales siguen vigentes en la actualidad. Y han dado sus frutos: si en 1788 Grégoire estimaba que sólo el 11% de los ciudadanos hablaban langue d’oïl, hoy casi el 100% de la población habla la lengua oficial del estado. La República Francesa sigue siendo un estado monolingüe en el que se prohíbe impartir clases en euskara en el sistema público de enseñanza.

Y sobre el estado español no hay nada que añadir. Tan sólo subrayar que ni Espartero ni Franco inventaron nada. Según Unamuno, “el castellano es una lengua más experimentada, más integrada, más analítica, se adapta mejor al grado de cultura que hemos alcanzado”. Esto lo decía poco antes de que los principios analíticos redactados en dicha lengua inspiraran los acontecimientos orgánicos de julio de 1936, y las cuatro décadas de dictadura que le siguieron.

Raphael Lemkin acuñó la palabra genocidio. La política lingüística que hemos padecido los vascos en los dos últimos siglos se corresponde textualmente con su definición: Prohibir la enseñanza de la lengua materna en las escuelas y, en general, asfixiar la vida cultural de una nación pretendiendo imponer una cultura oficial sobre las demás constituye un acto de genocidio. La situación del euskera no es una excepción; existen 27 países en la Unión Europea pero sólo 24 tienen estatus legal de lenguas oficiales y de trabajo, y solo tres poseen el estatus de “lenguas procedimentales”, aunque se hablan más de 135 variedades lingüísticas.

En 2013 la Unesco consideraba que 114 de las lenguas europeas eran vulnerables o estaban en peligro de extinción, es decir, prácticamente todas salvo las 24 lenguas oficiales. Es el legado de cien años de políticas monolingües.

Solo un régimen intolerante y opresivo limita los derechos culturales de sus ciudadanos. Por ello debemos seguir celebrando el Euskara Eguna, para reivindicar que tenemos derecho a ser una nación.