Sonrío maliciosamente ante la coincidencia del cacareado Día Mundial de la Libertad de Prensa (las mayúsculas son adrede) con la acerada denuncia del reflexivo ególatra Pedro Sánchez sobre “la máquina del fango”, copyright de Umberto Eco, por cierto.

Basta pensar que la formulación del pensador italiano es anterior a la generalización de internet para caer en la cuenta de que no estamos ante un fenómeno, ni mucho menos, nuevo. La difusión de trolas de diverso octanaje a beneficio de obra nació, como quien dice, con nuestro oficio. Piensen en los rojos incendiando Gernika, sin irse demasiado lejos ni en el tiempo ni en el espacio.

Las novedades, que reconozco sustanciales, son que ahora hay infinitamente más cabeceras haciendo circular ponzoña y que sus mentiras llegan antes y a más gente.

A diestra y siniestra

Pero, a fuer de ser sinceros y, de paso, incómodos, el censo de los llamados pseudomedios es bastante equilibrado de acuerdo a las ideologías y a las intenciones del material tóxico que espolvorean. Ocurre, como en lo de la viga y la paja, que solo encontramos denunciables los bulos del de enfrente. Los propios, o bien los asumimos como verdades irrebatibles o, en el mejor de los casos, hacemos como que no les prestamos importancia.

Se lo dice alguien que ha dedicado tres cuartas partes de su carrera profesional –en la era analógica, en la digital y en la intermedia– a practicar una turbia espeleología en el ultramonte mediático para poner en solfa unas prácticas muy alejadas de los mínimos deontológicos. Mi baño de realidad, al pasar de los años, fue comprobar que en la acera de enfrente se gastaban los mismos modos y maneras. Pero como eran por “una buena causa”, silencio.

Llegados a este punto de mi desahogo, y sin ánimo de trasladar la carga de la prueba a lectores, oyentes y espectadores, solo cabe hacer un llamamiento a tratar de no tragarse la primera rueda de molino que se les ponga delante.

En cuanto a organismos de control y legislaciones para evitar la publicación de mentiras, solo puedo mostrarme extremadamente escéptico. A veces es peor el remedio que la enfermedad. l