L ejército bárbaro ocupaba casi todo el valle. Como un hormiguero que se desparrama, cubría las estribaciones de las lomas lejanas y las bocas de los afluentes del gran río, que quedaban más allá de su ala izquierda. En la distancia, se adivinaban las yurtas, los carros de abastos, las agrupaciones de refresco a la espera de órdenes. Una delicada nube de polvo flotaba sobre la escena y proporcionaba una extraña sensación de irrealidad.

Los destacamentos de caballería ligera se arremolinaban por todas partes. A los jinetes les costaba retener sus monturas, nerviosas, que ansiaban la rienda suelta. Les excitaba el ritual de ensillado y el aroma, peculiar, de los humanos cuando se acerca el momento de manejar el aterrador alfanje. Percibían en la voz de sus dueños que el galope, los gritos y el choque se producirían esa mañana. Las bestias deseaban que fuera cuanto antes. El olor a bosta caliente se extendía.

Cuando el sol se elevó por encima de las colinas más altas, sorprendió a una pareja de corzos ramoneando en el límite del bosquete. Levantaron la cabeza, comprobaron incrédulos el número de hombres enfrentados que dividía aquel vado hasta entonces solitario y desaparecieron con su paso de danza. Un cernícalo se detuvo cerca del lugar, suspendido en el aire de la inminente batalla. El ratón se le escapó. De repente, solo se escuchaba el correr del agua. Como un trueno lejano y continuo.

Al otro lado del valle, el rey, sentado en su silla de campaña, repasó la estrategia con sus capitanes. Arqueros en ambos flancos, girados hacia el centro para cubrir el terreno con sus dardos en caso de una ofensiva imprevista de los bárbaros. En el centro, los cuadros de infantería pesada. Esos diez mil lanceros acorazados determinarían la suerte de la jornada. Lejos de las miradas, oculta por las tiendas de campaña, la caballería catafracta aguardaba lista para intervenir en el momento de asestar el golpe de gracia. Como siempre, los infantes del reino aguantarían cualquier ataque y aplastarían a sus oponentes contra su propia retaguardia. Y la caballería irrumpiría en el terreno como una guadaña de hierro sobre una pradera cubierta de amapolas. Así sería.

—Oremos y ofrezcamos la sangre de un ternero a los dioses. La victoria se arrodillará ante nosotros. La pitonisa de la entraña de la Madre Tierra me aseguró antes de partir que ganaremos. No existe otra posibilidad.

El soberano levantó la reunión. Cada capitán se situó al frente de su hueste. A una señal, los atabaleros tocaron atención. Callaron. La voz del río, como la de un solista cuando enmudece el coro, se escuchó nítida. Los atabaleros repicaron a formación de batalla. Los oficiales clamaron sus órdenes. Los sargentos repitieron las consignas. El ejército se agitó. Sonó el tintineo de escudos, el barullo de pasos y el roce de astiles de lanzas. Los atabaleros redoblaron, lo que mandaba paso al frente. La infantería pesada, flanqueada por los arqueros, avanzó lenta y seguramente, con la consistencia de la prensa sobre los racimos de uva. El cernícalo voló al arbolado.

Al fondo del valle, las líneas bárbaras se estremecieron. El rey recordó su conversación con la pitonisa en el lugar oscuro donde los cimientos de su alcázar besan la roca. La cripta de la Madre Tierra, a cuyos pies se abre la grieta de la Fundación del Mundo de la que emanan el calor y el humo perpetuos.

—Se acercan los intrusos, maga. Aguardaré en el valle, a este lado del vado. ¿Qué acontecerá ese día? ¿Me serán favorables los dioses en el combate?

La sacerdotisa acercó su rostro a los vapores que le habían cubierto los ojos de un velo lechoso con el paso de los años. Aspiró profundamente. Murmuró. Agito los brazos flacos y pálidos sobre el tocado azul que le recogía el cabello ya decolorado por los efluvios del ácido. Retrocedió un paso. Se recostó en su austero diván. Elevó el rostro hacia la bóveda. Y habló.

—Solo obtendrás el éxito total ese día si sacrificas lo que más quieres.

La mujer se adormeció inmediatamente como cada vez que el oráculo se manifestaba a través de ella. El rey quedó absorto. Se mesó las barbas. Maldijo. Lloró. De rodillas, golpeó el suelo. Vociferó a la grieta. Luego, se recompuso. Ascendió por la estrecha e irregular escalinata tallada sobre piedra. Caminó por el palacio hasta encontrar a su hija. Pidió a la niña que le acompañara al abismo. Una vez al borde de la sima, sin asomo de duda, degolló a la criatura y arrojó su cuerpo a la oscura oquedad. La pequeña, sorprendida, no emitió sonido alguno. Por tal dolor, el gobernante estaba seguro de la victoria. La demanda había sido satisfecha.

A medida que la falange se acercaba, los peones bárbaros se iban desordenando. Las turmas de caballería mostraban grupas y se alejaban río arriba. Cuando medio ejército había atravesado el vado y las lanzas ya soñaban la carne enemiga, como de la nada surgieron hordas de jinetes por ambos flancos, desde los bosquetes. Diezmaron a los arqueros con sus cimitarras. Sedientos de sangre, atacaron la espalda de los cuadros de lanceros. En ese instante sonaron los cuernos graves y los tambores al fondo del valle. Las filas de los bárbaros se formaron en un momento y se cerraron hombro con hombro. Aguantaron a pie firme mientras, como demonios, lanzaban venablos y proyectiles de honda hacia la milicia. La temible infantería del reino se encontraba en apuros. El rey mandó cargar a la caballería catafracta. Limpiarían el campo.

Los enormes pencos negros, cubiertos de hierro, asomaron a medio trote desde detrás del campamento. Los capitanes ordenaron el galope valle abajo. Los catafractos esgrimieron en alto hachas, mazas y terribles mandobles. El valle se estremeció. Al atravesar el vado, la carga se detuvo lentamente. Al otro lado el suelo era demasiado blando. Los garañones enterraban toda la pezuña en el limo. Y se agotaban entre el estupor de los hombres, que les espoleaban los ijares hasta que brotaba la sangre. Los propios caballos deshicieron los cuadros de lanceros, que ya eran atacados hostigados por la zaga. Los tambores bárbaros cambiaron el ritmo. Comenzó la carnicería. Una manada de chacales atacando a un buey herido. La infantería de reserva fue arrasada antes de pisar el vado. El río ya bajaba de un rojo intenso. Los alaridos de alegría de los bárbaros subían hasta el campamento del rey mezclados con los lamentos de los suyos.

Derrotado, el monarca montó y galopó hacia el alcázar. Al cruzar las puertas no ordenó cerrarlas. Pidió a todos que huyeran a las montañas del oeste. Bajó frenético la escalera estrecha. Se detuvo ante la grieta. La pitonisa, como si le aguardara, permanecía en pie.

—Pagué el precio, bruja maldita. Y, a pesar de eso, los bárbaros son dueños de la llanura. Los dioses no existen.

La mujer respondió despacio, sin casi despegar los labios.

—La Madre Tierra te exigió que sacrificaras lo que más quieres. Degollaste a tu hija. Ningún dios te pediría la vida de un hijo. Si lo hace, no es un verdadero dios. Si la mataste, no era lo que más querías. La Madre Tierra te estaba pidiendo que entregaras tu corona. Si hubieras renunciado a ella y pactado con los bárbaros, no se hubiera producido la batalla, tus soldados vivirían y este palacio seguiría en tu poder. La victoria total únicamente es posible cuando una batalla no tiene lugar. Ese es el triunfo.

El rey se desmoronó. Los primeros bárbaros descendían ya por la escalera haciendo rechinar sus armas contra la roca. Entraron en tropel a la sala de la grieta. Agarraron al rey.

Ni siquiera lo ejecutaron.