L equipo triangula en una de las bandas de ataque del campo de fútbol. Buscan un balón profundo que ruede suave y rápido hacia la línea de fondo, como si el banderín de córner fuer un hoyo de golf imantado.

El delantero camina, finge despreocupación, por el borde de ese precipicio que es el filo del área grande. Ahí se encuentra el horizonte de acontecimientos. Todo lo que ocurra al otro lado posee un peso especial, más grave, como si Newton lo hubiera primado.

Un defensor corpulento se mueve junto al delantero. Trata de sujetarlo por la muñeca, de bloquear su paso cargando el hombro contra el pecho. Otro defensor, más bajo y fibroso, sigue el baile a tres zancadas, listo para participar. Todos sobre el césped saben que el esférico volará cerca del delantero. Miles de almas en las gradas desean con todas sus fuerzas que suceda.

El proceso de la metamorfosis resulta imperceptible. Mientras el cuero zanganea en el costado del rectángulo verde, el delantero es la presa acosada por una rehala de cazadores. Pero, cuando la pelota flota tensa a la espalda del lateral, hacia el pequeño arco dibujado en el vértice, mimada, calmada, por los borceguís del extremo, todo cambia.

El delantero pisa su coto. En ese momento, el depredador es él. El resto se han vuelto presas. Arranca una carrera hacía el primer palo. Se detiene bruscamente. El defensa corpulento, ligeramente empujado, desaparece absorbido por la inercia que le arrastra a un instante de vacío en ninguna parte. Gira la cabeza y abre mucho los ojos en una mueca de resignación. Cunde el pánico en el rebaño. Sube la temperatura en la grada. El extremo se prepara para dar su último paso en algún punto de la hipotenusa que une la línea de banda con la de fondo.

La coreografía, solo aparentemente caótica, acontece muy rápido. Aunque para el delantero, cuando decide entrar al área grande, se detiene el tiempo. Es capaz de descifrar los movimientos, las trayectorias y las pausas como si el futuro no poseyera secretos para él.

Ahora arranca de nuevo. Cualquiera diría que el punto de penalti se ubica en una hondonada y ese fuera su destino. El defensor fibroso se empareja con él y trata de leer en su mirada la intención. Un quiebro de cintura. El delantero marca con sus hombros la dirección hacia la meta, con el ceño fruncido y los labios apretados. El defensa pica.

Sin perder de vista el balón, a punto de ser golpeado allá en la frontera del campo, el delantero hace lo contrario que indicó. Ahora camina rápido de espaldas. Se aleja del portero. Busca la soledad del segundo palo. El cuero ya vuela. Comienza a describir un arco muy abierto que promete perderse por el pico contrario de la zona de castigo. El público, manejado por un interruptor figurado, calla y cierra los puños. Una fracción de silencio casi absoluto. Un silencio ardiente.

Se escuchan con claridad los gritos del guardameta: exige atención a sus protectores, víctimas ya, encarrilados en direcciones falsas que son señuelos del gol. El arquero, un gran cangrejo de colores con pinzas de cuero, que se desespera por cerrar su nido, traza un ángulo nervioso hacia su segundo poste. Agachado, concentrado en el vuelo de la esfera, da pasos laterales hacia su derecha. A saltitos. El gran cangrejo oscila hacia el otro lado de la boca de su guarida.

El delantero realiza cientos de cálculos de Matemática y Física aplicada en un instante. Jamás le permitirán retrasarse aun más, controlar el balón con el pecho y disparar con su pierna derecha. Demasiado tiempo, se le vendrían encima. La pelota viaja muy alta para golpearla directamente con el interior de su pie derecho o el empeine del izquierdo. Tampoco la alcanzaría si brincara alzando los dos pies por encima de su cabeza en una tijera. Así que salta. Se flexiona antes de elevarse aprovechando los brazos para darse impulso. El tronco un poco inclinado hacia atrás. La cabeza retrasada, embutida entre los hombros. Es el depredador que no perdonará.

El cuero vuela tres dedos por encima de los desesperados intentos de defensores y atacantes que sueñan con cazarlo a su paso por el primer palo. Dos dedos por encima de quienes tratan de hacerse con él en torno al difuso punto de penalti. La grada comienza a producir un bramido, un aullido, y se pone en pie levantada por un resorte. El delantero se mantiene suspendido en el aire de un modo antinatural, como si las miradas que confluyen en su camiseta lo hicieran levitar. El guardavallas continúa trazando la bisectriz. El cangrejo es consciente ya de que solo la suerte puede salvarle.

Una centésima antes de que la pelota le alcance, el delantero impulsa su tronco hacia delante y lanza su frente en el mismo sentido. Como una catapulta. La grada se transforma en una inmensa burbuja de material inflamable. El golpeo pilla al cangrejo a contrapié y lo deja convertido en estatua de hielo. El esférico sale disparado hacia el palo del que venía el centro. El roce del balón con el interior de la red produce una chispa invisible que prende el gas de la grada. Todo arde en un grito. Un solo alarido pronunciado por decenas de miles de gargantas. Puños al cielo. Abrazos. Aplausos. Lagrimas. Risas.

El delantero corretea apretando los dientes. Sus compañeros le abrazan entre los rivales cabizbajos. El árbitro trota hacia el círculo central. Cuando le dejan solo, el delantero mira la grada con los ojos abiertos, el rostro al cielo y los ojos cerrados.

Ya no es una presa ni un cazador. Ahora es un chamán. Un pararrayos de carne y hueso que recoge toda la energía que le devuelve la grada. Carga sus baterías.

Así es como consigue zafarse del defensor que le sujeta la manga de la camiseta. Por eso puede acelerar en zig-zag, pararse, arrancar de nuevo, realizar mil cálculos y ejecutar la maniobra exacta. Gracias a esa energía los cangrejos le temen.

Lo ha hecho tantas veces que, cuando quiera olvidar las áreas y su filo, al delantero le bastará subir a una colina, abrir los brazos, cerrar los ojos y levantar el rostro al cielo. En ese momento, en cualquier lugar del territorio nacerá una onda de energía que grita ¡¡Gooool!!. La onda crecerá crecerá hasta alcanzarle. Y le recargará de nuevo siempre que lo desee.

No precisará estadio, ni equipo que busque triangular hasta lanzar un esférico que solo alcanzaría él mismo. Pocos alcanzan la sabiduría del chamán.

(A Aritz Aduriz, por hacernos creer que también podíamos volar).

En el área grande, se detiene el tiempo. Descifra los movimientos, las trayectorias y las pausas como si el futuro no poseyera secretos para él