lO pensé al pelar una lima para el refresco de don Diego. Nunca me había parado a reflexionar. Pero la piel de la lima exhala su alma según cómo la cortes. Son gotas de purito perfume que todo lo invade con esos toques ácidos ahora, dulces luego, pero que siempre dan sed.

Fue en ese momento cuando di con el secreto. Casi por intuición. Como si me hubiera sido revelado. Empecé a dar vueltas a la idea. Terminé el resto de mis tareas silbando y pegando brincos, invadida por una alegría extraña. Parecía que había descubierto la piedra filosofal. Pero eso era. Sí.

La señora Frida convalecía en su alcoba de la Casa Azul. Y, como cada vez que se encontraba postrada, Coyoacán terminaba convirtiéndose en el destino de una cuerda de peregrinos sin fin. Artistas, fotógrafas, pintores, ensayistas, filósofos, conspiradores, revolucionarios. Todo menos curas y cocineras. La visitaban, conversaban, bebían y fumaban junto a su cama. Ella reía.

La mayoría de los visitantes deseaban consolar a la señora y darle plática para que se distrajera de los dolores. Otros se acercaban a Coyoacán como si volaran en círculos, deseando que les recordaran como el periodista o la escritora que vio por última vez a Frida Kahlo con vida.

Ya no pintaba. Había adelgazado hasta el extremo. Tomaba. Y era feliz, porque cada vez se acercaba más a su propia muerte. Soñaba con escapar de aquel cuerpo que la había esclavizado hasta el extremo desde niña. Quería volar, despegarse de la tierra. Para eso ya no le bastaban el óleo y la tela. A pesar de todo, la señora Frida continuaba oliendo maravillosamente. Me gustaba subir a la alcoba desde la cocina, cuando conjeturaba que el láudano la había dormido. Solo por aspirar su perfume.

Según qué día, llenaba el aire de la habitación de mamey. Los atardeceres de calor predominaba un toque a guanábana. La madrugada traía xoconostle, chía o jícama. Cuando la luna llena, emanaba aromas a guamúchil, nanche y zapotes. Para la hora del almuerzo toda la planta baja de la casa se perfumaba de aguacate, aunque no guardáramos uno siquiera en la despensa.

Don Diego, grueso, bronco y mal encarado, nada descubría por la nariz. Le gustaban el mezcal y el pulque a cualquier hora, y la michelada, con su hielo y bien de tabasco, al levantarse de la cama, que no tenía por qué ser temprano. El gallo no cantaba para don Diego, que hasta bebía ese tequila de los gringos que sabe a madera de barrica vieja. A nadie le hubiera extrañado que se lo comieran los gusanos del agave.

En primavera, la señora lo aromatizaba todo como un manojo de epazote recién cortado. Cuando sucedía eso, unas horas más tarde a todas nos invadía la boca el sabor de la tortilla recién cocida, con su cuitlacoche. A veces, hasta pescado con aliño de achiote. En verano, por jornadas enteras flotaba por la calle la fragancia a ensalada de nopal fresco. O a flor de calabaza. Y era ella el origen.

Si se encontraba inquieta nos atacaba los ojos el picor del chile seco. A medida que se tranquilizaba daba paso al poblano. Y, por fin, era el turno del chilhuacle; tanto el negro, como el rojo y amarillo; de los de Cañada Chica, en Oaxaca. Con el negro, que se revelaba el último, se pegaban a las cortinas aromas a tabaco, ciruela pasa y chocolate amargo.

Se daban también horas de menta, de comino, de hierbabuena y mejorana. Me costaba creer que solo yo percibiera aquel milagro cotidiano.

Como la lima que se exprime; como la canela que quiebra o se muele para que expanda su vida, doña Frida exhalaba los perfumes del interior de su cuerpo. Lo hacía desde chica. Se encontró con el mortero muy pronto. Las cirugías de niña para solventar la polio de su pierna no lograron sino abrir más caminos a los aromas que escondía dentro.

El accidente del autobús fue el golpe final. El molinillo de los chiles. El aplastamiento le quebró la espina, la cadera y las costillas. Ya no pudo dejar de oler. Como un grano de pimienta que se aplasta, o el clavo que se muerde, que todo lo perfuma hasta secarse. Lo mismo que un saquito de lavanda que se aprieta entre las manos y luego se abre.

Don Diego jamás se percató. La pintura y el aguarrás le anegaban la nariz. Y se empeñaba en estrujar a doña Frida cada vez que tenía ocasión. La estrujaba el cuerpo y también el alma. Inconscientemente, aceleró el proceso. Lo tenían por una gran artista, pero poseía un único talento. Por lo demás, era un simple.

La tarde en que doña Frida murió, me acerqué a olerla, como tantas veces. La creía dormida. Sin abrir los párpados, me habló.

-¿También hueles a maíz tostado, a agave y a flor del desierto? Vienes a menudo. Cuando te llama el maguey. O el aguacate maduro. No te importe. Notarás enseguida vinagre y verdura fermentada. Será porque sueño con mi abuela, Henriette Kaufmann, y porque me alejo de Coyoacán. No te asustes. Esto de los olores me sucede desde siempre. Pero mucho más a partir del accidente.

Calló. Quise llorar. Pero me envolvió el chilhuacle negro.

Todo lo pensé al pelar una lima verde. Y acerté.