mAría habla con el transistor. El chisme, viejo y japonés, la acompaña a todas partes por la casa. Se lo lleva en el bolsillo de la bata de boatiné. Ha padecido decenas de caídas. Se ha desportillado, sujeta la tapa de las pilas con una goma que da vueltas alrededor de la carcasa, y la antena luce manca. El dial ha perdido las marcas de las frecuencias, aunque eso a María no le afecta. Conoce el lugar exacto donde habita cada emisora por el tacto rugoso de la ruleta de sintonización.

En algunas zonas del apartamento, siempre en la habitación del fondo, la que da al patio, la radio pierde señal y empieza a sonar a sartén llena de huevos fritos. Pero en la pequeña cocina, en la salita y en el lavabo, las voces surgen claras.

A menudo, por las mañanas, sermonea desde su interior un locutor airado. María asiente con unos “claro que sí”. O le lleva la contraria con unos “qué sabrás tú”. Hace mucho que ella combate la soledad a base de transistor. Le gusta sentarse por las tardes en el remendado sillón de orejas, con los pies calentitos sobre el escabel, a escuchar a esa mujer que lo sabe todo sobre enfermedades, guerras, corrupción, líos políticos y de faldas. Hasta de literatura y de cine. A veces entrevista a un astronauta o a un piloto de Fórmula Uno. María atiende con la mirada perdida más allá del macetero cubierto de geranios que beben el sol en su pequeño balcón. Eso sí, con los ventanales cerrados, no vaya a agarrar un resfriado. Antes leía el periódico a esa hora; ya no le apetece bajar a comprarlo. Su difunto marido lo repasaba de pe a pa. Hasta completaba los crucigramas con un bolígrafo azul y se enfadaba mucho si le quedaba colgando algún cuadrito. Pobre Antonio. Qué tiempos.

Últimamente, María elabora la bechamel de las croquetas y las empanadillas según una receta que tomó del programa de los fines de semana. Y le añade huevo duro. O ropa vieja. Si está contenta, taquitos de jamón serrano. Los taquitos de jamón los emplea también para las tortillas, de un huevo siempre. O unas puntas de espárragos. A veces, bonito en aceite. Las menos, porque el bonito le empalaga. De postre, yogur natural azucarado, higos secos, ciruelas pasas. Le fastidia no poder cascar nueces. Queso manchego cortado muy finito.

La compra la encarga por teléfono en el súper del barrio. Y se la ponen en casa. Con el locutor gritón de la mañanas, en alguna ocasión se le ha escapado el timbrazo y ha tenido que volver a telefonear. A pesar de la vista cansada, se maneja bien con el móvil. Un móvil de los de teclas, por supuesto. Los smartphones nunca los ha llegado a entender María. Las pantallas táctiles no entran en su cabeza.

Una persona gimotea en la parte alta del barrio. Va bajando. Se siente claramente porque cada vez suena más cerca y entorpece la comprensión de las palabras que fluyen del transistor. “Alguien peor que yo”, comenta María a la radio.

Esta tarde le toca hacer el baño. Mete la botella de lejía, las bayetas y el detergente en el cubo. Se enfunda con paciencia los guantes de fregar y se da a la faena. Despacito. Hay que ver la cantidad de pelos que se le caen a una. Blancos y tiesos. Jesús, por todas partes. La señora de la emisora charla con un arqueólogo que ha descubierto cientos de momias en Egipto. Qué cosas pasan en el mundo. Fíjate que hay gente que vive de eso. María aparta la escobilla del rincón entre el tubo del sifón del sanitario, la pared y la bañera. ¿Más pelos? Madre Santísima. Tendrá que ir a por la fregona. Ahora la señora discute con un crítico de arte acerca del precio de una pintura en la última subasta de Nueva York. María siempre ha querido pasear por la Quinta Avenida y asomarse a Central Park. Como hacen en las películas de Rita Hayworth.

El tropiezo resulta casi imperceptible. La punta del pie encuentra una arruga de la alfombrilla que deja junto al lavabo. Suficiente para desequilibrar a María. Da un paso hacia atrás y el borde de la bañera funciona como una palanca. María cae dentro. De espaldas. La mujer de la radio cree que los óleos alcanzan cifras de locura en un mundo en el que muchas personas pasan hambre.

María se da cuenta de que no podrá salir de la bañera. Y de que se ha dejado el teléfono junto al sillón de orejas. No se ha hecho daño, ni se ha golpeado la cabeza, ni se ha roto un brazo o una pierna, ni la cadera. Sencillamente, las paredes son demasiado altas para sus fuerzas. Un muro infranqueable y resbaladizo.

En el vértice del techo, justo en la vertical de sus ojos, una pequeña araña se esfuerza en tejer su tela. Si consigue verla a lo mejor no es tan pequeña. Sonríe María. ¿Cómo se le pudo pasar aquella tela de araña la última vez que paso las esquinas del techo con el escobón? Unas partículas de agua corren por la malla de la cebolleta de la ducha para reunirse en el punto más bajo, formar una gota cada vez gruesa que, de repente, cae a plomo. El interior del grifo de la bañera es negro. Nunca lo hubiera imaginado. Negro brillante. Las juntas de los azulejos verde pálido están empezando a dejar de ser blancas para vestir un velo de luto. Es ese moho condenado; una buena cepillada y blanqueante para las juntas es lo que pide.

María no se desespera. No lamenta su destino. Sabe que nadie llamará a la puerta. Quizá los testigos de Jehová. Una encuesta. O un cartero comercial. Pero no habrá quien insista. Lo bueno es que la radio lleva pilas alcalinas. Recién puestas.

El transistor sigue sonando mucho tiempo después de que María ya no pueda escucharlo. Después, también calla.