GRÁFICO para aquí. Gráfico para allá. El cigarrito te salvará del ataque de ansiedad. A lo mejor hasta te da tiempo a cruzar la calle y acercarte al bar a tomar un cortado a todo correr. Con medio sobrecito de azúcar. Hoy vas a soñar con los gráficos. Salen fatal con los datos indexados incorrectamente.

Bajas andando. La escalera es ancha y la alumbran unas enormes claraboyas que dan al patio interior. Crecen higueras, enredaderas y gatos en ese patio. El ascensor te resulta estrecho. Y siempre huele mal. A veces a pescado. A veces a queso. A veces a freiduría. El gato negro y blanco vigila desde un tejadillo del patio.

El reloj. Bien pensado no te da tiempo al café. Enciendes el cigarrillo. Observas cómo el papel del extremo se vuelve rojo, arde y se convierte en ceniza negra. En un suspiro. Es mediodía y los peones de la obra se afanan en socavar todo. Como si se les hubieran jurado que alguien escondió un tesoro bajo la acera. La señora gruesa, con su bata colorada, observa el universo desde una modesta balconada con baranda de hierro forjado. Arriba, un avión cruza el infinito dejando su testimonio de vapor blanco. El repartidor de refrescos monta un concierto de percusión aguda, suena a xilofón, al subir y bajar cajas de botellas de vidrio entre el carrito de dos ruedas y el destartalado camión. Una mujer africana pasa caminando muy despacio y hablando fuerte por su móvil. Tres marroquíes conversan animadamente sentados en los escalones de entrada de la barbería. Son jóvenes y delgados. Parecen corredores de fondo. Hay que resolver los gráficos. Un par de caladas más. Cuartelillo en la jornada.

Ni siquiera ves aproximarse a los dos hombres de las escopetas de caza. Andan perezosamente. Echando los pies separados. Dos tipos corpulentos. Cabello corto. Parkas de cuero. Cada uno sujeta una escopeta en la mano derecha. En plena ciudad. No los distingues. Recuerdas el gato blanco y negro. A punto de saltar a la rama de una higuera. Ese patio es como un pedacito de bosque escondido entre el asfalto. Lo que sí percibes es que una muchacha comienza a correr calle abajo. Rápido. Es joven. Viste un pantalón de chandal rojo. Zapatillas con adornos de strass. Una sudadera blanca. El pelo, azabache, recogido en una larga cola de caballo. Cuando gira la cabeza te das cuenta de que la conoces. Suele estar en el bar. En las máquinas. Ahora lleva el miedo clavado en la cara.

Los martillos neumáticos han callado de golpe. La gente asoma a la puerta del bar. Tienes que apagar el cigarro y regresar a los puñeteros gráficos. El gato salta. Levantas la mirada. Te empujan contra la pared. Las bocas de los cañones superpuestos de una escopeta te apuntan a la barbilla. A un palmo de distancia. O menos.

La Tierra deja de girar. Los dientes se te aprietan unos contra otros hasta casi fundirse. Sientes una brisa helada en el rostro, justo en los dos puntos que quedan frente a los cañones. La saliva te sabe a metal, como si tuvieras una tuerca oxidada en la boca. Abres mucho los ojos, pero casi no ves. Debieras dar un manotazo a la escopeta, girar sobre los talones y salir corriendo. Imposible, tu cuerpo es de plomo. ¿Gritar? No puedes separar los labios. Notas cómo cada pelo entre la espalda y la base del cráneo se te eriza. Uno a uno. Y gotas de sudor, minúsculas, empiezan a deslizarse desde las patillas al cuello.

Son dos. El otro apoya los cañones de su escopeta paralela en tu quijada. Piensas que el acero te cortará la piel. No te importa. Suena la alarma de un coche en alguna parte. La mujer de la balconada se ha retirado al interior de la casa. El mundo te huele a cuero viejo. El aliento del otro es coñac. Y fue vino.

-Te dijimos que no volvieras por aquí, cabrón. Pero te pasas todo por el forro, ¿eh?

Has perdido la capacidad de emitir sonidos. Y la de pensar. Lo que acontece, se ralentiza. De repente, calculas los metros que te separan del coche aparcado más cercano, del portal, del cruce, de la barbería -los tres chicos se han largado-, de las escaleras de la estación. Cada distancia se transforma en zancadas y tiempo automáticamente. El viento de coñac regresa con más presión en tu mandíbula. Es una pesadilla.

-¿Me oyes? ¿En qué piensas, malparido? Ni se te ocurra salir por piernas. Yo tiro mal, pero este tiene buena puntería.

El sonido penetra en tus oídos pero no se transforma en ideas. Un empujón. Un golpe a la otra escopeta. Con suerte, alcanzarás el portal y podrás cerrarlo a tiempo. Llamar a la policía. Hay que hacerlo ya. Estás más ligero. Son ocho metros máximo. Es un gráfico. Habla el primero.

-Quieto, Chano. Este no es El Chivo. Se parece, pero no es. El Chivo está ahí, en la plaza, entre los contenedores.

El tipo gira la superpuesta y dispara en un solo gesto. Un bulto se desploma sobre la calzada. Sangra y se agita. Jamás hubiera podido huir. Su pierna izquierda tiembla escayolada de rodilla hacia abajo. Es un yonqui.

Las ventanas se llenan de curiosos. El barbero grita. La mujer africana se ha parado. No entiende nada. Un taxista detiene su coche y llama a gritos a un médico, a los guardias.

El otro se acerca sin prisa al cuerpo que se estremece. Apoya la paralela en la cabeza del caído. Aprieta los dos gatillos. Los restos le salpican las botas de suela gruesa. Los de las escopetas se alejan. Sin prisa. La gente se acerca a los contenedores. Una gran mancha de sangre se extiende, orgullosa, por el asfalto. Alguien llora.

El mundo vuelve a girar. Despegas los labios. Te tiemblan las manos. Es cierto, se trataba de una pesadilla. Pero no tuya. Tú no has sido más que uno de los personajes de la pesadilla de otro.

Enciendes otro pitillo. Vas al bar. Los gráficos tendrán que esperar.