IVIMOS una época de cambios tan profundos que, junto con las consecuencias de una pandemia mundial no vista en casi cien años, se ha convertido en el perfecto campo abonado para el surgimiento de diferentes populismos. Unos populismos que ofrecen soluciones simples a problemas tremendamente complejos y que el hastío, la incertidumbre e incluso -o, sobre todo- el miedo, hace que calen en la sociedad sus mensajes y se tomen sus soluciones como algo viable. En ese sentido, quiero fijarme hoy en una de esas soluciones, el decrecimiento, porque pone el foco en una cuestión capital para el futuro de la humanidad, el modelo energético.

Las teorías del decrecimiento no son algo nuevo ya que hunde sus raíces en los movimientos ludistas del siglo XIX y que en el siglo XX fue desarrollado, principalmente, por el matemático y economista Nicholas Georgescu-Roegen. Desde el punto de vista energético, una de sus bases principales es la paradoja de Jevons que dice que "aumentar la eficiencia disminuye el consumo instantáneo, pero incrementa el uso del modelo, lo que provoca un incremento del consumo global". El decrecimiento apunta, además, que los combustibles fósiles no son eternos y que, tras su agotamiento, las energías renovables no serán capaces de asumir el hueco dejado por petróleo, gas y carbón, por lo que no queda otra que consumir menos para producir menos. Según los expertos, al ritmo de consumo actual el petróleo se agotará en 40-50 años, el gas en 60-80 años, el carbón en 200 años y el uranio, que es un combustible mineral, lo hará en 130 años. Con estos datos es muy discutible afirmar que en el tiempo que les quedan a los combustibles fósiles y minerales no se vaya a desarrollar una tecnología energética viable. Tres ejemplos de lo anterior:

1) los grandes avances de las renovables en uno de sus mayores problemas, el almacenaje; 2) las nuevas centrales nucleares de torio (más abundante que el uranio, más seguras, y sin necesidad de agua), y que China, este mismo año, va a poner en marcha un reactor experimental; y 3) el ITER que está desarrollando la tecnología para hacer viable comercialmente en 2060 la energía nuclear de fusión. Esta energía necesita hidrógeno, que es prácticamente inagotable, no produce residuos radiactivos y no hay posibilidad de un accidente nuclear.

Es una realidad que los avances tecnológicos propiciados por el desarrollo económico han mejorado la calidad de vida de la humanidad. No hay más que ver cómo era el mundo antes de la Revolución Industrial y cómo es ahora. Un cambio civilizatorio vertiginoso en apenas 200 años frente a la evolución humana de los tres milenios anteriores en el que el consumo de energía ha sido clave para conseguirlo. Pero de la misma manera que son evidentes los cambios en positivo, no lo son menos las tremendas desigualdades que existen hoy en día y que un planteamiento decrecentista solo contribuiría a afianzar, aumentando con ello el riesgo de conflictividad propio de sociedades desestructuradas y estados fallidos. El planteamiento asceta del decrecimiento no es viable porque, se viva en un país desarrollado que también tiene sus desigualdades sociales o en uno sin desarrollar donde dichas desigualdades son aún más graves, nadie va a renunciar al progreso como sociedad si ya lo tiene, y nadie va a renunciar a conseguirlo si todavía no lo ha alcanzado. Dichas estas dos realidades, también es un hecho que no podemos seguir desarrollándonos contra otros o sobre otros, ni destruyendo el medio ambiente en el que vivimos como se ha hecho hasta ahora.

Las desigualdades sociales, así como las evidencias científicas sobre el impacto de los Gases de Efecto Invernadero (GEI) en el cambio climático y sus desastrosas consecuencias medioambientales, han provocado diferentes acuerdos y compromisos políticos como la Agenda 2030 o el Acuerdo de París. Adoptado en 2015, el Acuerdo de París es el primer Tratado internacional que vincula jurídicamente a las partes firmantes y entre sus objetivos principales está el reforzar "la respuesta mundial a la amenaza del cambio climático, en el contexto del desarrollo sostenible y de los esfuerzos por erradicar la pobreza". Toda una declaración de principios en la que el desarrollo económico debe de estar al servicio de la sociedad sin llevarnos a nuestro planeta por delante. En otras palabras, Desarrollo Humano Sostenible (DHS).

Desde el punto de vista medioambiental y económico, uno de los países firmantes del Acuerdo de París más paradigmático es China. El gigante asiático ha usado los combustibles fósiles, principalmente el carbón, para un desarrollo casi exponencial en los últimos 20 años, lo cual ha tenido un impacto medioambiental muy grave por los altísimos niveles de contaminación de agua y aire. Para revertirlo y cumplir con los compromisos de París, China ha establecido el fin del uso del carbón, el gas y el petróleo para el año 2060. La vía elegida por el Partido Comunista Chino, cuyo centenario celebraban recientemente destacados miembros de partidos de la izquierda revolucionaria de este país, es la apuesta sin ambages por una combinación de energía nuclear de fisión y renovables. En ese sentido, la Administración Nacional de Energía china (NEA) ha propuesto que para el año 2030 China obtenga el 40% de su energía eléctrica de fuentes renovables y nucleares.

La inversión en renovables ha sido de tal magnitud que ha convertido a China en la primera potencia de energías renovables del mundo, estando un 39% de la energía renovable mundial producida en suelo chino. Por otro lado, China lleva desde finales del siglo XX poniendo en marcha un ambicioso plan de nuclearización del país. En 1991 no había centrales nucleares de uso civil y hoy tiene 51 reactores operativos, 18 en construcción, 38 planeados y 168 propuestos.

¿Y Europa? Dentro del marco del Acuerdo de París, el Consejo y el Parlamento Europeo han adoptado recientemente la Ley Europea del Clima cuyo objetivo es llegar a las cero emisiones de GEI en el año 2050. Como primer paso, la Ley establece la obligatoriedad de reducir los GEI un 55% para el año 2030. Asímismo, en 2032 también será obligatorio que el 32% de la energía tenga origen renovable.

La realidad de la que partimos para llegar a esos objetivos, tomando como referencia el documento de la Comisión Europea Seamos climáticamente neutros en 2050, es que en la actualidad el 70% del consumo interior bruto de energía proviene del gas, petróleo y carbón, dejando un 14% a la energía nuclear y un 13% a las renovables. Esta realidad se ve agravada porque Europa no tiene suficientes combustibles fósiles para sustentar su economía mientras realiza su camino a 2050. Actualmente la dependencia de las importaciones de energía es del 55%, siendo un claro ejemplo de esta dependencia energética el acuerdo entre Alemania y Rusia para la construcción de un nuevo gaseoducto que unirá ambos países a través del mar Báltico.

A la vista de que la Comisión Europea prevé que en 2050 las energías renovables asumirán poco más del 60% del consumo interior bruto de energía queda plantearse varias preguntas: ¿Con qué energía va a complementar Europa su mix energético para: 1) continuar desarrollando su Estado del Bienestar, 2) no descolgarse de los grandes polos económicos del mundo, 3) evitar la dependencia energética, y 4) cumplir sus compromisos medioambientales en reducción de emisiones de GEI?