LA violencia en el fútbol, en torno al fútbol, es casi tan antigua como el propio deporte. Se remonta al momento en que dejó de ser una práctica restringida para convertirse en una atracción pública que empezaba a reunir seguidores. Ya en 1912, un encuentro entre el Liverpool y el Manchester United, clubes que en aquel momento cumplían bajo esa denominación apenas veinte y diez años respectivamente, tuvo que ser suspendido por un enfrentamiento entre aficiones. El fútbol, por tanto, nunca ha estado a salvo de ese impulso por la violencia que se hace patente casi alrededor de cada actividad humana y que se evidencia de modo especial en torno a presunciones de agravio y sentimientos identitarios como los que los clubes de fútbol despiertan. Y pretenderlo cuando este deporte ha alcanzado una dimensión mundial en la que influyen intereses políticos y económicos de toda índole se antoja cercano a la utopía. Sin embargo, los incidentes violentos que se producen en torno al fútbol de hoy, también los que han venido produciéndose en Bilbao en los últimos años y los que el jueves se saldaron con una decena de detenidos, varios heridos y el fatal fallecimiento de un ertzaina por un infarto, poco tienen que ver con aquella violencia inicial -que también era condenable, perseguible e incomprensible desde la racionalidad- más allá de que se producen en el entorno del mismo deporte. Hay, de hecho, una característica que las diferencia sobre todas las demás: si en los inicios del fútbol la violencia tenía un alto componente de espontaneidad que la hacía prácticamente imprevisible, la que se desarrolla hoy en todos aquellos países en los que el fútbol tiene dimensión, que son casi todos, es una violencia organizada que, por tanto, puede ser prevenida y si no erradicada sí paliada.
La historia también proporciona ejemplos suficientes que remiten asimismo a Inglaterra, cuna para todo en el fútbol, donde el hooliganism alcanzó enormes proporciones en la década de los 80 aunque otros países como Italia (donde surgió el fenómento ultra, con connotaciones claramente políticas) o Argentina, con las Barras Bravas, soportaban fenómenos cuando menos similares y tan merecedores de ser consideraros pioneros de la violencia organizada en el fútbol. En todo caso, la proliferación de grupos violentos en las aficiones inglesas, no ajena a la crisis generalizada que afectó a las economías desarrolladas a principios de aquella década y derivó en incremento de marginalidad social -en Gran Bretaña, el principal ejemplo fue una brutal huelga de un año en la minería-, acabó en la tragedia del estadio Heysel de Bruselas en la final de la entonces Copa de Europa de 1985 entre el Liverpool y la Juventus, con 39 muertos. Considerada equivocadamente la mayor tragedia de la violencia en el fútbol por cuanto 27 años después (2012), en Port Said (Egipto), una batalla campal entre las aficiones del Al-Masry y el Al-Ahly se saldó con 72 muertos y 500 heridos; la tragedia del Heysel provocó una decisión sin precedentes del máximo organismo del fútbol europeo, la UEFA.
En manos de la UEFA La sanción se extendió a todos los clubes ingleses -cinco años sin participar en competiciones europeas- y fue extrema con el Liverpool: 10 años de exclusión que luego se rebajarían a seis. La intervención del Gobierno de Margaret Thatcher impulsando medidas coercitivas del hooliganism, como la retención de los violentos en sus domicilios en días de partido, y la decidida actuación de los clubes, obligados a acabar con la violencia si pretendían regresar al fútbol continental, cambió no solo la fisonomía de los estadios o las costumbres sociales en torno al fútbol británico, sino hasta la misma composición de las hinchadas.
Más aún, cuando en el fútbol británico se dio un rebrote del fenómeno, ya en el inicio de este siglo XXI, UEFA y FIFA no dudaron. En el año 2000, Inglaterra aspiraba a la organización del Mundial de 2006, pero los incidentes provocados por hooligans en Charleroi y Bruselas (450 detenidos, 354 ingleses) antes de un Inglaterra-Alemania en la Eurocopa de aquel año, frustraron la candidatura y la organización del Mundial se concedió a Alemania.
En manos de Rusia Durante el mismo, la Policía británica retiró el pasaporte a tres mil hinchas, identificados como violentos, impidiéndoles viajar al Mundial con su selección, en una medida preventiva que los gobiernos deberían sopesar muy seriamente. De modo especial el de Rusia, donde este verano se desarrollará el Mundial -con un presupuesto de 678.000 millones de rublos (10.000 millones de euros)- y cuyo fútbol cuenta con varias de las aficiones más violentas, como se hizo patente hace dos años en Marsella.
Pese a que las autoridades francesas impidieron entonces el acceso al país de dos mil hinchas radicales rusos antes del Inglaterra-Rusia de la Eurocopa 2016, los incidentes alcanzaron una extrema virulencia que llevó a un gendarme, Daniel Nivel, a permanecer seis días en coma. En aquellos disturbios participaron, entre otros, miembros de Gladiator firm 96, grupo ultra del Spartak de Moscú y considerado uno de los más violentos del fútbol ruso en competencia con Shady Horse, del CSKA, y Orels Bu-tchers, del Lokomotiv, aunque la expansión del fenómeno ultra -nacionalista, homófobo, etinicista caucásico...- supera a esos tres equipos y alcanza en Rusia proporciones escandalosas, como si contase con el beneplácito -o al menos el desinterés- del gobierno de Vladimir Putin, que llegó a protestar por el trato dispensado a sus aficionados tras aquellos gravísimos incidentes de Marsella y que tras los mismos no ha tomado medidas para impedir que desplieguen su violencia. Eso sí, siempre que lo hagan más allá de las fronteras de la madre Rusia, donde el fenómeno hooligan está tipificado en el código penal y, en virtud de su gravedad, castigado con la cárcel.
En nuestras manos Ahora bien, señalar la violencia de grupos de aficionados rusos a raíz de lo acaecido el jueves en Bilbao es silenciar parte del problema, la parte que nos atañe, porque a pesar de las declaraciones de Javier Tebas contra la violencia, esta ha rebrotado bajo su presidencia en LaLiga. Y aunque es cierto que en el listado de nueve grupos violentos que elaboró a finales de 2017 la Comisión Antiviolencia no se incluye ninguno relacionado con el Athletic de Bilbao -hay seis de Primera División: Frente Atlético (Atlético de Madrid), Riazor Blues (Deportivo), Biris Norte (Sevilla), Malaka y Frente Bokeron (Málaga) e Iraultza (Alavés); dos de Segunda, ambos del Zaragoza; y otro de Segunda B, del Elche- del mismo modo que no figuran los Boixos del Barcelona, los Ultra Sur del Madrid, los Bukaneros del Rayo o los Ultra Boys del Sporting, no significa que no haya elementos violentos que tras los colores rojiblancos esconden pulsiones e intereses totalmente ajenos al Athletic y al fútbol.
La reiteración de incidentes, especialmente en los partidos europeos, en los últimos años -los había habido al menos frente al Apoel y el Hertha de Berlín (2017), Olympique de Marsella (2016), Zaragoza y Espanyol (2015), Oporto (2014), Schalke (con el fallecimiento de Iñigo Cabacas) y Depor (2012)...- no deja lugar a dudas y, de hecho, la Dirección de Juego y Espectáculos del Gobierno vasco ha impuesto sanciones, en alguna ocasión a una decena de personas.
El Athletic, considerando un todo al club y a su afición, no puede permanecer ajeno a una realidad que pese a ser en nada representativa, tremendamente limitada y ajena a la tradición, principios y pretensiones rojiblancas, acaba por manchar la imagen de fair play que siempre ha acompañado a las gradas e inmediaciones de San Mamés. Por el contrario, debe pronunciarse y actuar con todo el rigor posible. Y los responsables institucionales de nuestra seguridad, también de la de los aficionados al fútbol, del Athletic o de los equipos que nos visitan, deberían sopesar la posibilidad de aplicar medidas similares a las que ya se tomaron en Inglaterra, con los hooligans propios, y en Francia, con los ajenos.