PARA las ideas conservadoras, la democracia representativa afecta a la organización política formal del Estado y no a un ideal de vida, de vida buena, de libertad e igualdad. Para el liberalismo tradicional, se trata de un procedimiento para elegir gobierno, siendo deseable la obediencia y pasividad de la masa electoral que delega en las y los elegidos el ejercicio de tomar decisiones. La función de la ciudadanía no es gobernar, ya que “no está preparada para ello y probablemente nunca lo estará”. Siempre gobernará una pequeña minoría. El afán de las élites es el mantenimiento del statu quo y para ello nada mejor que disponer de leyes en las que quedan encerradas las potencialidades de la democracia. La democracia es la ley. Sólo la ley.
Para las ideas progresistas, la democracia no se entiende sin la participación activa de la ciudadanía. Su ideal no es la apatía de la gente sino el interés por el gobierno para una vida mejor, lo que implica ir perfeccionando la organización política de la sociedad. Por ello, la democracia está atenta a todo cuanto expresa la realidad social que, con frecuencia, desborda a las leyes y presiona para su modificación o ampliación.
Un modo de discernir las dos concepciones sobre la democracia nos remite a dos variantes: por un lado, el dominio de las leyes que en períodos de normalidad gozan del consenso general, pero que pueden actuar como camisa de fuerza cuando ya no representan el sentir social; por otro, la supremacía de la democracia, cuando realidad social y estado de derecho coinciden y comparten una ética política y unos mismos intereses.
De hecho, grandes conquistas de la humanidad han sido el resultado de movimientos no contemplados en las leyes, o sea ilegales, que en un momento dado tradujeron los intereses de las mayorías sociales en nuevas herramientas legales.
Por eso, cuando en estos días se trata de reducir la democracia al imperio de la ley, hay que tener mucho cuidado en no caer en la trampa del constitucionalismo conservador. Este no ha sido nunca el pensamiento de la izquierda, tal vez si el de la vieja Unión Soviética y sus países satélites, pero no el de una izquierda emancipadora. Claro que una parte mayoritaria de la izquierda contraria al derecho a decidir en clave nacional, argumenta que las leyes españolas actuales son mejorables siempre y cuando no afecten a la unidad de España, lo que es lo mismo que decir democracia sí, pero la justa.
Recordando a Lincoln Siempre ha habido una tensión entre constitucionalismo y democracia. Más durante el dominio político de las derechas. El primero pone límites a la segunda. Si bien no hay democracia sin ley y es verdad que esta última pone restricciones a la soberanía popular. Pero no hay que olvidar lo que dijera Abraham Lincoln: “La democracia es un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, lo que conlleva afirmar que la ley resultante debe estar al servicio de las personas y no al revés. Las leyes pueden poner límites a la democracia pero sólo temporalmente, en lo que tardan en adaptarse a las nuevas demandas de las mayorías. Una ley aprobada en un parlamento hace 40 o 50 años puede quedarse obsoleta y ya no responde a los intereses y valores de una sociedad distinta a la que la aprobó. Luego ha de reconocerse su sentido histórico. Como bien recuerda el filósofo colombiano Mejía Kintana, hay defensores del constitucionalismo democrático que oponen a la democracia mayoritaria límites absolutos definidos por los derechos fundamentales, límites que establecen lo que puede ser denominado “el ámbito de acción del individuo”, el cual no puede ser restringido por la voluntad de cualquier mayoría, plebiscitaria o legislativa. El constitucionalismo, desde esta perspectiva, le pone límites a la democracia. A esto, los defensores de la democracia mayoritaria objetan que no hay una razón válida para aceptar que las opiniones de las mayorías legislativas tengan menos peso que las opiniones de los jueces constitucionales. Las decisiones de los jueces constitucionales están determinadas, como las decisiones de los ciudadanos en general y los legisladores en particular, por estrechas consideraciones de interés propio, por motivaciones personales o por posiciones ideológicas. Los autores de la objeción democrática afirman también que en tanto los jueces no son elegidos por el pueblo no tienen legitimidad para establecer que la voluntad soberana, expresada democráticamente, pueda ser limitada por algún poder y que sus normas no deben formar parte del sistema jurídico.
Mejía Kintana defiende que en la democracia constitucional la ley debe ser el resultado de la soberanía popular, es decir, de la participación en su construcción de todos los posibles afectados por la ley. Porque sin soberanía popular no hay legitimación política de la ley, solamente dominación. Pero la prioridad de la soberanía popular -o de un poder constituyente permanente- sobre los principios de la autonomía liberal y civil puede conducir en ocasiones a que se identifique “democracia” con la omnipotencia de la mayoría. Como se ve la tensión entre ley y democracia es permanente. Lo ideal es que ambas se reconozcan de tal manera que no se den la espalda. Pero ocurre que esta tensión, mal gestionada por partidos políticos e influida por fuerzas poderosas tiende a agriarse y radicalizarse. Lo que debe gestionarse como tensión termina siendo una confrontación excluyente y es entonces que se advierte el fracaso de la política.
En el caso del conflicto territorial en el Estado español, la Constitución aprobada en 1978 responde a un período histórico sustancialmente diferente al que hoy vivimos. En muchos aspectos ha quedado superada por los cambios sociales y nuevos problemas de nuestro tiempo. Se impone modificarla para que responda a demandas derivadas de una plurinacionalidad que aspira al derecho a decidir como fórmula democrática. De tal manera, cuando se invoca a la ley para frenar ese deseo, no es la ley misma el obstáculo sino la voluntad de algunos partidos políticos de utilizarla de manera cerrada para impedir la manifestación de la soberanía popular, negando su modificación. Ocurre que cuanto más tiempo transcurra, la no modificación de la Constitución constituye una camisa de fuerza, haciendo que en la tensión entre democracia y ley, la primera representa la fuerza de la razón y la segunda la razón de la fuerza.