O alcanza las dimensiones del drama que dirigió Bayona pero, en su contexto, se respira como tal. Quizás porque fue capaz de convertir la fantasía en realidad, de ocuparse de entretener nuestras vidas frente a quienes no hacen nada por alegrárnosla. Rescato una que marcó la mía: tras volver de dejar escrita una de sus funciones nocturnas, mi padre, poco futbolero pero con tendencia al blanco por llevar la contraria y cuestión generacional, esperó despierto para diseccionarme aquel quiebro inverosímil -fue en La Romareda- que por alguna razón le llenó de emoción. Desertó de sus colores y se afilió a Messi sin reparar en el escudo. Desde entonces solo le importó el día y la hora en que una genialidad parecida le haría disfrutar como esos trucos de magia que emboban a los niños, y poder compartirla recostados en el sofá. El marcador era lo de menos. Lo trascendental residía en la narrativa de sus diabluras -en la voz de Alfredo Martínez- con el balón cosido al pie. Cuando años después no podía recordar cómo quedó ayer el partido, su fotografía victoriosa en portada rescataba su sonrisa. Por algo era un enviado del cielo, y no de la empresa en ruina que hace un ERE al mejor trabajador de su historia mientras el resto de zánganos no renuncia a nada. Como la vida misma. En el rincón de casa donde ahora descansa, yo le sigo contando sus hazañas aunque ya no pueda verlas. "Lasai, aita, solo se ha cogido una excedencia para impartir un máster en París". Gracias, Leo.

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