UEDE que haya quien eche en falta que el título de esta Mesa de redacción lleve emparejado el preceptivo y madres -u otro orden, Madres y padres- para no desbordar los límites de lo políticamente correcto, pero como la idea es comentar, con mucha humildad y cierto pudor, algunos sentimientos y el que suscribe no puede ponerse en la piel de una madre, pemítanme que obvie la variable femenina. Todo viene a cuento de la paliza grupal, brutal y cobarde, a un hijo por parte de otros hijos en Amorebieta. Y, por extensión, en relación al dolor de un padre cuyo hijo está en el hospital y del dolor que deberían sentir los padres de los agresores. De alguna forma este tipo de tropelías, como ocurre con las violaciones, grupales o no, ponen de manifiesto lo difícil que es educar a un niño -tampoco tengo experiencia en educar a una niña-. Que conste que sigo aspirando a ello y pondré todo mi empeño con los míos, pero a veces uno duda de sus capacidades. Y, sobre todo, veo el camino lleno de emboscadas de eso que siempre se ha conocido como las malas compañías y el riesgo de que una de esas jaurías se cruce con mis hijos. Así que de vez en cuando añoro, casi como el recién nacido, los meses de embarazo y quiero volver al minuto cero. Borrón y cuenta nueva y empezar desde el principio para hacerlo mejor. En perspectiva, hasta las noches de vigilia con el bebé en brazos son plácidas si se comparan con los desvelos que surgen a medida que las criaturas crecen.