A equidistancia es plausible cuando ante asuntos ordinarios se aprecian grises entre el blanco y el negro. Pero hay otros debates donde no pocos se manifiestan equidistantes para situarse en una posición superior, evitar el compromiso o, simplemente, por no atreverse a analizar la complejidad que hay detrás porque no pueden tomar partido por cobardía o interés particular. En política la equidistancia se acaba en las urnas. El altavoz de la reina de las mañanas catódicas se vanagloria de la suya. Que es como autoproclamarse dueña de la objetividad periodística que ha desaparecido hasta de las facultades. Como el presentador del informativo de la competencia cuando rotula Tensión entre Iglesias y Monasterio. Como si fueran dos caras de la misma moneda cuando no hay un solo euro que no tenga cruz. Como la cruz de quienes no tienen un euro. Las palabras no son gratuitas ni inocentes: hablan de extremismos, populismos, ni rojos ni azules, radicales, ni machismo ni feminismo... Piruetas lingüísticas que sirven a quienes proclaman su equidistancia como filosofía porque les sale más a rédito que arremangarse en el barro y censurar el señalamiento. La falsa equidistancia, que iguala a los que envían balas con quienes las reciben, es justo la que polariza. No solo agrede a la verdad y a la razón, también a la ética y al estado de derecho. No hay sotana que les cubra. Hasta a Jesucristo lo mató la equidistancia.

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