O nos lo vamos a poder quitar de la cabeza en mucho tiempo. Al menos hasta que exista una vacuna. O hasta que el Remdesivir o algún remedio similar esté disponible, a un precio asequible, en todas las farmacias y centros de salud de nuestra geografía. La amenaza del coronavirus pende latente sobre nosotros. Cuentan los que han pasado la enfermedad, aunque ya hayan recibido el alta, que aún tienen una sensación de cansancio y molestias que no les permiten retomar sus vidas con normalidad. Los hay también que han encontrado en el confinamiento la solución a sus problemas. No salgo de casa, no me contagio. Es el axioma al que se aferran los que sufren el llamado síndrome de la cabaña. Y luego están, estamos, esos miles de inconscientes que no hacen, hacemos, caso a las medidas higiénico-sanitarias que frenan la expansión del coronavirus. Los que nos juntamos en la terraza de un bar alrededor de una mesa sin la correspondiente mascarilla y sin guardar la pertinente distancia de seguridad. Los que no nos lavamos las manos con toda la asiduidad que sería menester. Los que besamos y abrazamos a nuestros próximos, aunque no sean de la unidad convivencial. Como si no tuviéramos que tener miedo a un covid-19 que continúa su propagación a nivel mundial sin hacer distinciones de ningún tipo. Pero, como adolescentes despreocupados, nos sentimos casi inmortales. Hasta que nos muerda el bicho.

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