UELE decirse casi como expresión tópica que los brutales atentados del 11 de septiembre en Nueva York, de los que hoy se cumplen 20 años, cambiaron el mundo. En efecto, así fue. Y no solo por sus propios efectos inmediatos para las familias de las casi 3.000 víctimas mortales y las decenas de miles de heridos y por el comprensible horror y miedo a escala global que sembró el derrumbe de las icónicas Torres Gemelas o por el simple efecto de las dos décadas transcurridas desde el infame ataque terrorista. Como se podía temer ya entonces, sobre todo tras intuir la reacción que suscitaría en un país tradicionalmente prepotente y arrogante como Estados Unidos este ataque directo al considerado epicentro de la civilización, el mundo ha cambiado, pero probablemente haya sido a peor. El 11-S supuso el big bang que hizo contemplar -y temer- el surgimiento de una estrategia de terrorismo global como una nueva e insólita forma de guerra desconocida hasta entonces y, como consecuencia, una respuesta a igual escala de "ofensiva antiterrorista" -a menudo, presunta- cuyos efectos aún seguimos padeciendo. La proliferación de atentados de corte yihadista en distintos lugares del mundo -especialmente en Europa, incluido el Estado español-, con utilización de cualquier elemento susceptible de causar una masacre -explosivos, vehículos para arrollar multitudes, cuchillos, en el caso de lobos solitarios...- y las excesivas, erróneas y fracasadas respuestas de EE.UU. y sus aliados -invasión de Afganistán, guerra de Irak, Guantánamo y las torturas- son prueba de los desastrosos resultados de esa estrategia, como se acaba de comprobar con el regreso al poder de los talibanes. Como consecuencia, el mundo es hoy aún menos seguro, menos igualitario, probablemente menos democrático y libre y más temeroso que hace veinte años. La ciudadanía, sometida a la perversa disyuntiva entre seguridad y libertad, se siente más controlada y quebrantada en sus derechos fundamentales, al tiempo que se considera más vulnerable también frente al terrorismo. Este vigésimo aniversario del 11-S debe servir, sobre todo, para recordar y reconocer a todas las víctimas de esta infame espiral provocada por el terrorismo global islamista, pero también para denunciar a todos sus responsables y reivindicar y repensar un mundo más seguro, libre y justo sin necesidad de renunciar a ninguno de esos valores y derechos.