N Tribunal Constitucional incompleto y dividido tumbó ayer por la mínima el recurso al estado de alarma como amparo a la medida más potente decretada por el Gobierno del Estado para combatir la pandemia covid-19: el confinamiento. El criterio jurídico que se ha impuesto es el que, sobre la suposición de una mirada garantista de los derechos y libertades, considera que la medida requeriría de una figura legal más contundente: el estado de excepción. En la superficie de la propia decisión se retrata una crisis del sistema judicial, incapaz de renovar sus estructuras y dotarlas para el pleno ejercicio de sus funciones por la negativa del primer partido de la oposición -el PP- a renunciar a la mayoría ideológica que debería perder en sus órganos principales. En el fondo de la interpretación subyace la evidencia de una carencia legal efectiva que no ha sido subsanada en tiempo y forma. Desde el inicio de la pandemia se puso sobre la mesa la seguridad jurídica necesaria para adoptar decisiones para combatirla en base a la seguridad sanitaria colectiva. Una reforma legal de la normativa sanitaria y su capacidad de intervención sobre la vida pública y privada en situaciones de emergencia objetiva debería haber permitido una respuesta equilibrada y garantista. No se quiso acometer por parte del Gobierno español dada su precaria mayoría y el temor a un desgaste público. El mismo temor que llevó a suspender el estado de alarma en lugar de buscar un nuevo aval parlamentario y que ahora dificulta la toma de medidas restrictivas de la movilidad y los horarios en plena quinta ola. Pero, además, tras el argumento de que la restricción de derechos necesaria para combatir la extensión de la enfermedad requiere de un respaldo legal superior al del estado de alarma hay una incongruencia. El Constitucional considera que se requiere un estado de excepción porque su procedimiento requiere del aval parlamentario previo a la limitación de derechos. Obvia que el estado de alarma, en su extensión temporal también lo requiere; obvia que los plazos del estado de excepción -un mes de tramitación- son enemigos de la eficiencia; y obvia que la profundidad de la suspensión de derechos que conlleva el estado de excepción supera con creces las medidas adoptadas y deja en manos del Ejecutivo un poder efectivo que raya la arbitrariedad en el uso de la coerción y la libertad ciudadana.