TRAS las vacaciones estivales, arranca un nuevo curso político en el Estado bajo el denominador común de la incertidumbre -y su inevitable consecuencia, la inestabilidad- y con la sensación, visto el desarrollo de los acontecimientos y las más recientes declaraciones de los dirigentes políticos españoles, de que la situación de bloqueo obligará casi con seguridad a la convocatoria de nuevas elecciones el próximo 10 de noviembre. Mucho tendrían que cambiar las cosas en muy poco tiempo para que se consiguiera evitar la obligada cita con las urnas en el caso de no haya una investidura antes de la fecha tope, el 23 de septiembre. Apenas 20 días en los que, aunque difícil, sería aún posible alcanzar algún tipo de acuerdo, un escenario que, dado el enrevesado contexto, no parece muy factible a día de hoy. Sobre todo, porque los líderes políticos asumen de forma más o menos explícita que habrá elecciones. En primer lugar, el propio presidente en funciones, Pedro Sánchez, quien ayer mismo insistió en su rechazo a un gobierno de coalición con Podemos, formación con la que ni siquiera se ha reunido aún y a la que mañana propondrá un “programa progresista” de 300 medidas para que se adhiera a modo de trágala y apoye un Ejecutivo monocolor, al tiempo que, en tono netamente electoralista, advirtió de que si hay nuevas elecciones el PSOE saldría fortalecido. Sánchez está haciendo una apuesta de alto riesgo: o doblega a Pablo Iglesias tras despreciarlo públicamente o se la jugará en las urnas, donde espera recoger los frutos de una hipotética victoria del relato que culpa a Podemos y a la derecha de su fracaso en la investidura. Aunque no es cierto que toda la culpa sea de Sánchez, sí lo es que el líder socialista es el principal responsable como ganador de los comicios y gestor de las negociaciones y los tiempos. La falta de acuerdo, el bloqueo político y la ausencia de gobierno repercuten, además, en otros ámbitos. También en Euskadi, donde el clima de enfrentamiento preelectoral y la ausencia de un ejecutivo -un interlocutor vital- en el Estado amenazan la estabilidad y pueden frustrar los retos que quedan por delante en la legislatura. A todo ello hay que añadir la tensión en Catalunya con la inminente sentencia del procés y los nubarrones que acechan por el Brexit. Demasiados desafíos para afrontarlos en un ambiente electoral y de debilidad política, con una ciudadanía que se mueve entre la incredulidad y el hartazgo.