AN Mamés, el antiguo o el actual, nunca ha sido un estadio caliente, pero sí fiel por su predisposición para dar amparo al equipo en la adversidad. El llamado “bienio negro” constituyó un excelente ejemplo de férrea comunión entre la afición y unos jugadores atenazados por la amenaza de la clasificación. En aquellas temporadas, el aforo se cubría cada jornada para estar al lado del equipo, compartir el sufrimiento que se palpaba sobre la hierba y ayudar a combatirlo con su incondicional aliento. Son este tipo de episodios los que seguramente distinguen a un club que cultiva la diferencia. Esa vocación de jamás fallar cuando vienen mal dadas no quita para que la leyenda de la olla a presión sea asimismo cierta.

Ahora bien, el ambiente desatado que envuelve San Mamés tiene como principal característica que se crea desde la participación del campo al completo. La auténtica fuerza del rugido radica en la implicación de la totalidad de las gradas, norte, sur, este y oeste, sin distinciones. Un extra que, además de servir de impulso a los rojiblancos, a menudo logra amedrentar al conjunto visitante. El aficionado guarda en su memoria un buen puñado de citas de este tipo, que ponen la carne de gallina a quienes rodean el rectángulo de juego y dan alas a los que están dentro. Hablamos de fechas señaladas, de últimas rondas de la Copa, de citas entre semana ante grandes clubes del continente y, cómo no, de visitas ilustres en el marco doméstico, preferentemente la del Madrid, pero no solo.

En días así, especiales podría decirse, San Mamés nada tiene que envidiar a recintos con una bien ganada fama de ruidosos, pero cómo obviar que tradicionalmente su clima ha oscilado entre el arrebato provocado por el desarrollo del partido, esos momentos en que la gente percute el área rival junto al equipo o corea ¡Athletic, Athletic! para paliar su cansancio o desorientación, y una actitud expectante que a menudo derivaba en rumor (ruido vago, sordo, continuado, conocido asimismo como runrún) más identificable con la impaciencia o la crítica. O quizás, una mezcla de ambas, pero nada que pudiera confundirse con una explosión de sentimientos en sentido positivo.

Lo descrito refleja la personalidad de La Catedral, un carácter singular que se ha forjado sin apenas experimentar variaciones con el paso de los años y las décadas. Es posible que se perciban nuevas formas de exteriorizar sensaciones, no en vano con el tiempo se va produciendo un relevo generacional en las gradas, pero en líneas generales en Bilbao el fútbol se vive con un punto de mesura y de respeto, también de devoción, cóctel que acaso no sea fácil degustar en otras latitudes.

Puede que sea cosa de la edad, pero a uno le gusta ese sello genuino, la imagen de toda la vida de San Mamés, aunque en ocasiones resulte un tanto apagada. Es lo que ha interiorizado, metabolizado de buen grado, al cabo de casi medio siglo de puntual asistencia. La razón principal para reivindicar el campo tal cual, sería que escenifica un ritual espontáneo, no fabricado, ni artificial, ni dirigido. Es la manifestación sin aditivos de la gente, que opta por callar o enardecerse atendiendo a los estímulos que le envía el equipo.

El fútbol, negocio rampante, aparece más sujeto a modas según transcurren las temporadas. Tendencias que se van incorporando de deportes y culturas ajenas y que el seguidor de a pie asume, hasta como propias, sin apenas caer en la cuenta de que le están convirtiendo en un simple consumidor de ideas que se imitan en todas partes, de iniciativas que terminan por hacernos a todos iguales o muy parecidos.

En el futuro, alguien elaborará una estadística sobre los resultados del Athletic como anfitrión. Será muy interesante. Es posible que certifique el beneficioso influjo del factor campo a partir de la próxima campaña y se asocie a la intensidad acústica que pretende la grada de animación.