LA autocrítica más clara que nos hicimos los matemáticos dos décadas atrás fue que estábamos enseñando los contenidos de la disciplina en sentido temporal inverso al desarrollo histórico de la misma, empezando con las construcciones más recientes y abstractas, de mayor complejidad, para después retroceder en el tiempo hacia temas más clásicos, las basados en el cálculo y la geometría. Y, como resultado, muchos alumnos se frustraban y descolgaban, encontrando la carrera difícil en exceso y sin que satisficiera sus expectativas. La abstracción no debe llegar prematuramente.

Volvimos a las fuentes, recuperamos el orden cronológico, nos reconciliamos con la historia de nuestra ciencia y conseguimos sintonizar de nuevo con nuestro agradecido público: los alumnos.

No podía ser de otro modo. Si los estudiantes se acercan a las Matemáticas es por su afición a los números y a su capacidad de adaptarse para resolver los retos de la sociedad. La abstracción y el gusto por ella solo pueden llegar después, fruto de un proceso de maduración.

Pero, por lo que pude experimentar en el Bachillerato, ese mal de las Matemáticas no era exclusivo de nuestra disciplina. Muchas se planteaban como la acumulación de contenidos, sin motivación aparente. Desde entonces, probablemente, todas habrán realizado el esfuerzo necesario para conseguir que su estudio resulte apasionante para los jóvenes. Se trata de una tarea que necesita de constante atención.

En mi caso, la asignatura de Geografía resultó un coco; no apetecía nada estudiarla. Y, sin que ninguna huelga nos salvara, me planté en el examen sin tener ni idea pero lleno de imaginación y energía. La pregunta vino a ser algo así como “Los cultivos de Castilla” y, echando mano de los recuerdos de algún viaje en coche con aita, la respuesta fue “hierba amarilla”.

Obviamente, la profesora puntuó con un cero la pregunta. Pero vivíamos épocas reivindicativas y acudí a la revisión del examen dispuesto a negociar una subida de nota. No sabíamos entonces que el profesor detecta enseguida qué alumnos no han dado ni golpe. Inútil intento.

La profesora estaba en lo cierto. La respuesta no era la apropiada. Hubiese podido reprocharme incluso apelar al “amarillo”, sin más matiz, con superficialidad, para evocar los pigmentos de los extensos campos castellanos y quitarme puntos. Pero no entró al trapo. La simpleza de mi respuesta no mostraba especial sensibilidad por la ciencia del color, he de reconocer. Basta contemplar una reproducción de Los girasoles de Vincent van Gogh para darse cuenta de que hay una infinidad de amarillos distintos.

En mi defensa podríamos apelar a lo dicho por Pierre-Auguste Renoir: “Una mañana, a uno de nosotros se le terminó el negro y ese fue el nacimiento del Impresionismo”. Apenas salíamos en aquel momento de décadas de un largo episodio del Nodo, en blanco y negro, desde que Franco proclamara, a finales de junio del 37, su célebre y triste “Bilbao es ya España”.

De mayor descubrí que el amarillo es el color de la alegría, pero que también puede delatar el declive. Una tez amarillenta puede ser síntoma peligroso del mal funcionamiento hepático. Igualmente, el cambio climático va borrando los espacios de verde húmedo, a medida que avanza incansable el frente del cálido, seco, amarillo.

Miguel Hernández en su poema El rayo que no cesa ya lo advirtió: “Algún día se pondrá el tiempo amarillo sobre mi fotografía”, asociando el amarillo con el declive.

Hoy, las fotos ya casi no se imprimen. Pero no por eso dejan de envejecer, aunque ahora se evidencia en la metamorfosis de los retratados y en que algunos, simplemente, ya no están.

La paleta de colores se emplea hoy también en un sinfín de análisis y clasificaciones que miden la calidad de nuestra sociedad en diferentes ámbitos. Sin ir más lejos, en el reciente Regional Innovation Scoreboard 2019 de la Unión Europea, la clasificación de regiones innovadoras, Euskadi retrocedía del verde al amarillo. Un aviso a navegantes que no ha pasado desapercibido ni a las autoridades ni a la prensa. Amarillear en este caso significa perdida de potencia en materia de innovación.

Por supuesto, seguimos siendo de las regiones del Estado más avanzadas. Eso habría satisfecho al dictador, en línea con su expresiva declaración de conquista y victoria, pero no a nosotros, pues nos alejamos del pelotón de las regiones europeas más pujantes.

Esta situación resulta paradójica dado que aquí la inversión pública en investigación e innovación es más abundante. ¿Qué está ocurriendo?

Una explicación posible, que ha sido señalada por diversos expertos, es que la inversión privada es menor de lo que cabría esperar. Puede ser. De hecho, la cultura de la subvención está tan arraigada que posiblemente se haya ido perdiendo el espíritu emprendedor e inversor que en su día nos caracterizó. Pero, posiblemente, la perdida de posicionamiento tenga también que ver con el modo en que se están invirtiendo los recursos públicos.

A su vez, el recientemente publicado QS World University Rankings 2020 (ranking mundial de Universidades, publicado por la compañía británica Quacquarelli Symonds (QS)), colocaba a nuestra universidad pública más allá de la posición número 600, en contraste con el hecho de que tres universidades del Estado (la de Barcelona y la Complutense y la Autónoma de Madrid), se sitúan en el grupo de las 200 primeras, lejos, eso sí, de las líderes europeas, mientras que la Universidad de Navarra ocupa la posición 250.

Pocas semanas antes, la agencia Reuters publicaba la clasificación de las cien universidades europeas más innovadoras. Las cinco del Estado de ese grupo están en Cataluña y Valencia.

Sería absurdo ser gratuitamente pesimistas. Pero tampoco deberíamos ignorar la multiplicación de datos objetivos. En este caso, además, ni siquiera podemos matar a los mensajeros, pues se trata de estudios realizados por agencias internacionales.

El declive que estos estudios indican puede que tenga que ver, sutilmente, también con que nuestros sistemas de innovación e investigación prefieran ver a nuestros más exitosos hijos fuera para sustituirlos con adopciones e importaciones de perfiles profesionales más modestos. No somos excepción, se trata de una tendencia que se ha establecido en la mayoría de los sistemas regionales de Ciencia en España. Y el resultado es lo que se suele denominar la “fuga de talento”, nunca suficientemente compensada por el que se importa.

Nadie entendería que una familia se deshiciese de sus hijos para adoptar a terceros, en lo que sería considerado un comportamiento celopático patológico. Pero es lo que nuestros sistemas de Ciencia, en una vulneración abusiva de las buenas prácticas del mercado global de la investigación y la innovación, acaban haciendo si se les deja.

Y de este modo, se abren de par en par las ventanas al amarillo, que se acaba posando en el retrato de nuestros indicadores.

Ese deshacernos, gota a gota, de los nuestros, a veces con obstinación y otras por falta de esmero, conlleva por otra parte un debilitamiento de nuestra lengua y cultura ancestral, lo cual también queda reflejado en las estadísticas del uso callejero del euskera.

Oscar Wilde ya lo advirtió: “El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible”.

No busquemos, pues, explicaciones y remedios en lo invisible cuando a la vista están. Abordemos con valentía los cambios necesarios para que dejemos de amarillear deliberadamente cuando podríamos aspirar a ser potencia europea. Reverdezcamos.

Si algo se ha constatado en el tránsito del siglo XX al XXI es que el nacionalismo no es cuestión de fronteras sino de identidad cultural y de calidad, en todos los aspectos de la vida social.