CUANDO se anunció la repetición de las elecciones generales, muchos pensamos que lo único bueno de la vuelta a las urnas era el previsible trompazo de Ciudadanos y la bajada de humos de Vox. En lo primero, salvo sorpresa morrocotuda, parece que vamos a andar atinados; ojalá. Lo segundo, sin embargo, tiene toda la pinta de que no va a ser así. Aunque me cuesta creer -quizá es solo que no quiero hacerlo- que los neotrogloditas vayan a acercarse a la sesentena de escaños que les vaticinan algunas encuestas, no me sorprendería que tras el 10-N nos los encontremos como tercera fuerza en el Congreso de los Diputados. Bien es cierto que podemos aferrarnos al recuerdo del 28 de abril, cuando las predicciones fatídicas de hasta 40 asientos se quedaron en 24 reales, que siguen siendo un congo, pero asustan menos.

Ocurra lo que ocurra, merece la pena gastar unas neuronas discurriendo por qué los abascálidos han remontado lo que la intuición y la lógica señalaban. En el primer bote, habrá que mirar a quienes los han vuelto a poner en el centro de los focos porque necesitan un monstruo peludo que acongoje otra vez al personal hastiado y asqueado que barrunta pasar de acercarse al colegio electoral el domingo. Y si somos intelectualmente honrados, por repugnancia y miedo que nos provoquen los ultramontanos, habrá que reconocer que la parte de la campaña que no les regalan los demás la han ejecutado con gran habilidad. Sus mensajes son directos y eficaces. Lo inquietante es que esos lemas a quemarropa no han salido de un grupo de luminarias de la comunicación política. Se han tomado directamente de la calle. Ojo con eso.