L poder se oculta en la sombra. Carles Puigdemont humilla sin piedad a ERC desde su egocéntrica condición de macho alfa del independentismo catalán. Pablo Iglesias atizará al Gobierno Sánchez desde la Asamblea de Madrid ya sin ataduras del Consejo de Ministros. Isabel Díaz Ayuso condicionará con una hipotética mayoría absoluta la idoneidad de Pablo Casado y el auténtico barniz de la derecha. En cambio, Pedro Sánchez mira a su alrededor y, de cerca, solo ve un páramo. A lo lejos, eso sí, le queda el vudú catalán. De momento, apenas siente la incomodidad de ese reducto de jueces estratégicamente irreductibles que le tosen con demasiada frecuencia y que le comprometen sus planes para los condenados del procès. El último revés de la Audiencia Nacional con la reposición del polémico coronel Pérez de los Cobos en Interior suena demoledor y, sin duda, compromete la solvencia del ministro Marlaska, azuzado otra vez desde la derecha por el acercamiento de difícil digestión del sanguinario Txapote. Pero los estertores del terrorismo no alteran ya los votos como bien sabe el PSOE, aunque el PP y Vox sigan empeñados en sacar agua del pozo seco. En la calle preocupa de verdad la patética ausencia de las vacunas prometidas y el temor a una cuarta ola que asoma inapelable. Por ese fuego, el presidente pasa de puntillas. Sabe que en este caso de tanto calado ciudadano las autonomías y AstraZeneca son el saco de los golpes.

Díaz Ayuso, en cambio, no le quita ojo a Sánchez. Sabe que su discurso de identificar libertad con Madrid le dará muchos votos aunque suponga todo un irresponsable desafío a la prevención en tiempos de pandemia. Juega mejor que nadie a la confusión. Cuando su política libertaria queda retratada con las fotos de los botellones en Preciados, los after hour en pisos y las actuaciones policiales ante los desmanes etílicos, siempre tiene a mano echar la culpa al Gobierno de izquierdas, y preferentemente a su presidente. Y le da resultado en los medios. Va a ganar con holgura el 4-M después de un primer mandato sin leyes ni Presupuestos, pero jugando con aviesa intención a líder nacional como le gusta a esa derecha de la Corte -nada centrista, por cierto- tan despechada desde la caída de M. Rajoy.

Todo un retrato desesperante para esa izquierda troceada que se sigue buscando a sí misma y también para Vox y Ciudadanos, a quienes el ciclón de la heroína del PP inocula el temor de verse engullidos. Abascal bien lo sabe. Por eso va a endurecer sin miramientos su discurso supremacista y así contener ese granero electoral que hace un par de años votó a la ultraderecha sin conocer aún la agresividad socialcomunista de Díaz Ayuso. Sirva como botón de muestra la promesa xenófoba de deportar al líder de los manteros, candidato de Unidas Podemos y que encarna uno de los primeros efectos sorpresa de Iglesias. En el caso de C's, solo les queda cerrar los ojos y esperar el milagro de que el carisma de Begoña Villacís en el Ayuntamiento de la capital les asegure el ansiado 5% de los votos para no seguirse despeñando hacia el vacío. Ahora bien, queda mucho partido por jugar, sobre todo tras la irrupción del exvicepresidente segundo, auténtico agitador de una campaña en la que, quizá sin mucho esfuerzo, puede ensombrecer al candidato socialista.

Es posible que para el 4-M ya se haya formado a regañadientes un nuevo Govern. O quizá sigan torpedeándose. El independentismo catalán se flagela con su ridículo desencuentro. El penoso y paulatino sometimiento de Pere Aragonès a las exigencias personalistas de Puigdemont sonrojan la dignidad de un ganador electoral. La segunda bofetada de Junts al candidato republicano, con advertencia previa, provoca hilaridad dentro y fuera de Catalunya. En casa, porque desnuda un crudo enfrentamiento de guerrillas intestinas, desconfianzas y estrategias contrapuestas que solo auguran una legislatura convulsa, ineficaz y posiblemente demasiado corta. Fuera, ahí queda el hastío por el enésimo capítulo repetido de un espectáculo político ramplón y de vuelo bajo, alejado del mundanal ruido. En La Moncloa, por su parte, sienten escalofríos cuando imaginan cómo puede ser el diálogo de sordos y a gritos con el futuro Consell per la República. O se tapan los oídos cuando escuchan al batallón de Waterloo exigir a ERC un pacto de agresión en el Congreso para que le tiemblen las piernas al Gobierno de coalición y empiece a abrir la mano. La sombra de la amenaza empieza a alargarse.