EL mundo les muerde como si fuese un lobo desatado por el hambre; una bestia fiera desmedida. Matrimonios forzosos y ablaciones genitales; crímenes de honor y persecuciones por abortar; el acoso en todas sus modalidades, incluida la más moderna del ciberacoso y, por contraste, algo tan viejo como la trata con trazas de esclavitud y la prostitución. Cuando se habla de violencia de género -en su máxima expresión de la violencia machista...- la brújula señala el norte de la violencia física, la sexual o la psicológica. Son incontestables. Pero basta con hablar, al abrigo de un café, con una mujer cualquiera (ven, incluso el lenguaje las estigmatiza. Uno escribe una mujer cualquiera y saltan pronto los malpensantes...) y comprueba que algunas pasan casi desapercibidas. La violencia económica o salarial -no te doy el dinero necesario o tu salario mengua sin saberse bien porqué...-, el dominio patrimonial o la discriminación social (“No salgas sin mí ni quedes con...”, por ejemplo), por no fijar la mirada en la llamada violencia vicaria, esa que comienza con un “te voy a quitar lo que más quieres” y que se proyecta hacia terceras personas para hacer el mayor daño posible a su pareja o expareja. Pueden ser hijos e hijas, madres o padres, hermanas o hermanos. Incluso el perro que tanto quería...

Han salido a la calle para poner el grito en el cielo. En su nombre y en el de miles que ya no pueden porque no están. En las civilizaciones más desarrolladas y en los pueblos más tribales. Al norte y al sur, al este y al oeste. Ocurre en todas las latitudes y en todas han intentado levantar una queja, aunque no hayan podido. Bilbao también gritó ayer “¡basta!”. Porque aquella Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, aprobada por unanimidad en 2004 imitada por otros países, no ha sido suficiente. Tienen razón.