FUE el romano Cicerón quien ya lo supo ver, calculen hace cuánto tiempo ya, cuando dijo que en medio de las armas, las leyes enmudecen. Cómo no pensar así si en el cara o cruz de los arsenales no hay una victoria limpia, todas están manchadas de sangre. Recuerdo una escena de la legendaria película de Sergio Leone, El bueno, el feo y el malo, en la que Clint Eastwood -a la sazón el bueno, manda carallo...- mira a su contrincante y le dije, con voz cavernosa, “el mundo se divide en dos, Tuco: los que encañonan y los que cavan. El revólver lo tengo yo, así que ya puedes coger la pala”. Sobrecoge, vaya que si sobrecoge.

Ya sé que es un pecado de ingenuidad pensar en un mundo feliz y desarmado porque haya desalmados que no lo consienten así. Con todos los respetos hacia quienes piensan en las armas como herramientas para la seguridad, la paz y la defensa de los derechos humanos e incluso para defender también la vida de las personas, cada cual tiene su idea. La mía es que el acto de defensa es ya un ataque. Las armas para la defensa son siempre un pretexto para los que instigan las guerras. Sin embargo, hay un sector de la población que, sin ser violento, piensa que más vale tener un arma y no necesitarla que necesitarla y no tenerla. Es la ley de la calle. Cuando la calle está peligrosa. De madrugada y sin iluminación.

Sobrevuela por los despachos un informe que propone un código ético para las empresas vascas de armamento que suena a una apelación a la buena voluntad, siempre en entredicho cuando huele a pólvora. No parece que la ley mercantil sea muy rigurosa al respecto, así que desde el Gobierno vasco han buscado una fórmula que les permita regular, si es que se puede que no parece sencillo, en relación con el derecho internacional de los derechos humanos. Es un buen propósito pero, ya saben, el mundo está dividido en dos.