NO recuerdo bien dónde lo leí, pero sí que su lectura me dejó huella. La escena sucedía más o menos así. La muerte se encuentra con la vida y le pregunta: “¿Por qué a mí todos me odian y a ti todos te aman?” Y la vida responde: “Porque yo soy una bella mentira y tú una triste verdad”. Ese entremés provoca la tentación de lanzar un grito de desahogo en días como estos, de todos los muertos: ¡Viva la bella mentira, muera la triste verdad! El viejo Pitágoras lo explicaba de otra manera, mucho más sabia: el hombre es mortal por sus temores e inmortal por sus deseos. Y si quieren regodearse en la ensoñación eterna, lean a Oscar Wilde cuando escribe aquello de “la muerte debe ser tan hermosa. Para yacer en la suave tierra marrón, con la hierba ondeando sobre la cabeza, y escuchar el silencio. No tener ayer ni mañana. Para olvidar el tiempo, para perdonar la vida, para estar en paz”. Qué mirada tan distinta de la historia que voy contarles ahora.

Halloween es el fruto de la contracción del inglés All Hallows’ Eve, que en castellano viena a significar algo así como “Víspera de Todos los Santos”. Es una fecha también conocida como Noche de Brujas o Noche de Víspera de Difuntos que ha derivado en una celebración moderna, resultado del sincretismo originado por la cristianización de la fiesta del fin de verano de origen celta llamada Samhain, el año nuevo celta que comenzaba con la estación oscura. Los inmigrantes irlandeses transmitieron versiones de aquella tradición a América del Norte durante la gran hambruna irlandesa. Y desde Estados Unidos la colonización ha sido imparable. Si ustedes salieron ayer por la noche lo habrán visto seguro. El culto a la calabaza ha impuesto su ley, frivolizando sobre el miedo y la muerte, lo que no es malo, pero soterrando viejas costumbres y gastronomía que han quedado sepultadas. La muerte se celebra entre disfraces y chuches. Todo un despelote.