N no pocas ocasiones se han comparado los diversos estilos futbolísticos imperantes con los diferentes vientos existentes. En San Mamés, sin ir más lejos, se ha temido más que a un nublado el viento sur que ralentiza y atonta el juego de los leones, juegue quien juegue bajo esa camiseta. Es sólo uno de los mil ejemplos existentes. Aquel Barcelona de Guardiola era un soplo mediterráneo que en los últimos metros se aceleraba en una tramontana y se hablaba de la cadenciosa sudestada de aquel Brasil del 70. El Liverpool de Kloop ha jugado durante un par de años tras el empuje del fiero viento Helm que todo lo barre. El inclemente steppendwind procedente de la estepa ha logrado que el todopoderoso fútbol del Bayern lo arrase todo como si fuese un general invierno. La lista es interminable.

¿A cuento de qué traer hasta este rincón semejantes soplos? La ocurrencia procede del pasado lunes, cuando el Athletic desató todo un vendaval en Cádiz y jugó con la fuerza de los huracanes, a latigazos verticales que castigan las áreas rivales y un empuje que les vuela el balón, sin dejarles otro plan que el de guarecerse.

Ese Athletic desatado, embravecido como el Cantábrico, ése es el Athletic idolatrado en San Mamés. Eran años ya sin verlo, desde que el fútbol se había convertido en un oficio de virtuosos en lugar de una pasión desencadenada. Es el fútbol que se juega con el corazón cuando fallan las piernas; es la voracidad cuando de nada sirven los cálculos; es creer en lo imposible cuando se piensa que ya no. Ese fútbol ha venido al vestuario del Athletic de la mano de Marcelino, cuando buena parte de la afición no lo esperaba. Por eso de repente a muchos de los seguidores, a la inmensa mayoría de nosotros, nos empieza a parecer que ya no solo tenemos once, que la plantilla ha crecido. Porque no faltaban hombres. Lo que faltaba era ese fútbol. Vientos del pueblo que nos llevan.