Tras la pandemia, mucha gente se está gastando sus ahorros.

Estamos ante una desbocada subida de precios.

La inflación, descontrolada.

No se ve forma de rebajar los precios de energía y combustible.

Se ha disparado la prima de riesgo.

Han subido los tipos de interés y seguirán subiendo.

Estamos a las puertas de una nueva huelga del transporte.

No se contempla a corto plazo el fin de la guerra en Ucrania.

La pandemia sigue haciendo estragos.

Termina Niño Becerra su letanía anunciando el apocalipsis: “La población no quiere pensar en lo que ocurrirá en tres meses, estamos ante el último verano, como la película”.

Uno atiende las profecías del profesor Niño, se estremece un poco, casi ni un leve escalofrío, echa un vistazo a su entorno y comprueba que el personal le hace pedorretas a la crisis, que está dispuesto a devorarse el verano sea o no el último. Llegó, pues, el verano, un verano con alivio de luto tras la pandemia; un verano de terrazas llenas, de restaurantes con lista de espera, de aeropuertos abarrotados; un verano de conciertos tumultuarios, de fiestas de pueblo, de txosnas, de Sanjuanes, Sanfermines y aste nagusiak; un verano de carretera y manta, échale combustible al utilitario; un verano de camping, pensión, hotel o, ya puestos, de crucero, que un día es un día. Como si no hubiera un mañana.

Desde una perspectiva melancólica, hay quienes piensan que la gente se ha vuelto loca, que estamos ante una insensatez colectiva al borde del precipicio. Sin embargo, es más saludable apreciar el alarde de confianza global, de esperanza comunitaria aferrada al carpe diem, de multitudes dispuestas a gastarse sus ahorros y en otoño ya veremos.

Me recuerda este empecinamiento en darle alegría al cuerpo macarena a la sentencia de un viejo labrador y buen amigo a quien después de una fuerte pedregada le pregunté si, a pesar del desastre, se iban a celebrar las inmediatas fiestas locales. “Pues, si además de haberse jodido la cosecha, nos quedamos sin fiestas, ya nos podemos morir”. Sabia moraleja de El Chinglo, gran amigo sangüesino, hace años ya de vacaciones eternas.