Era 13 de octubre de 2009 y la noticia fue amplificada con alborozo por la inmensa mayoría de los medios informativos españoles. La Policía había irrumpido en la sede del sindicato LAB en Donostia deteniendo -por fin, ya era hora, menos mal, reiteraban eufóricos- a Arnaldo Otegi como máximo símbolo de los malos y, de paso, a varios colegas menos notorios, reunidos con el perverso propósito de "crear un organismo de coordinación y dirección que desarrollara la estrategia de acumulación de fuerzas soberanistas ordenada por ETA, una comisión instrumentalizada, ideada y tutelada por la banda terrorista". Ahí queda eso. Los medios aplaudieron con albricias y aleluyas la detención y posterior encarcelamiento de Arnaldo Otegi, Rafa Diez, Sonia Jacinto, Miren Zabaleta y Arkaitz Rodríguez, nada menos que la cúpula -una vez más la cúpula- del sector civil de ETA.

En base, según explicación oficial, a "documentos incautados a ETA y a la izquierda abertzale, informes policiales, comunicados y testimonios", la Audiencia Nacional condenó el 16 de septiembre de 2011 a diez años a Otegi y Díez y a ocho al resto de procesados. El 9 de mayo de 2012 el Tribunal Supremo rebajó las condenas de Otegi y Díez a seis años y medio y dejó en seis las de Jacinto, Zabaleta y Rodríguez. Condenas que cumplieron "a pelo", sin ninguna progresión de grado ni permiso de fin de semana, con el máximo rigor penitenciario.

Seis años más tarde, en noviembre de 2018, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos falló que los procesados en el caso Bateragune no tuvieron un juicio justo y otros dos años después, el 31 de julio de 2020, el Supremo se corrigió a sí mismo y declaró nula su propia sentencia. Sin ningún rubor. Sin ninguna autocrítica. Sin ninguna disculpa. Por supuesto, sin ninguna reparación por el daño causado.

Ha sido una penosa coincidencia que el desenlace del atropello judicial perpetrado contra los del Bateragune se haya visto ensombrecido por la escandalosa fuga de Juan Carlos de Borbón, pero me temo que aun así no se hubiera dado en la sociedad vasca una reflexión suficiente sobre esa flagrante injusticia, y mucho menos se hubiera dado una reacción colectiva. Aún queda el rastro de aquella perversa teoría de Baltasar Garzón de "todo es ETA" y muchos siguen mirando para otro lado por más que la sentencia de Estrasburgo detalle cómo y por qué la jueza que les sentenció fue absolutamente parcial en aquel juicio en el que Otegi declaró que "la estrategia de ETA sobra y estorba".

Cualquier observador imparcial y bien informado de la política de aquellos años conocía la decisión de la Izquierda Abertzale de trasladar a ETA la urgente necesidad de poner fin a la acción armada, ante la evidencia de que esa violencia impedía el desarrollo político de su formación, Batasuna en ese momento. Estaba claro que los servicios de inteligencia españoles conocían perfectamente que en ello se estaban ocupando los reunidos en la sede de LAB, que el final de la denominada lucha armada estaba ya encauzado y próximo. Aquella reunión tenía ese orden del día. Pero se pretendió abortar esa iniciativa estratégica, quedando abiertas todas las especulaciones sobre quién, por qué y para qué. Oscuras razones de Estado pretendieron impedir ese intento, y una vez más la justicia española actuó por impulso político.

Los seis condenados, por fin, han sido resarcidos por la justicia europea. Pero la falta de reacción ante la flagrante injusticia, la insensibilidad social ante los largos años de prisión arbitraria padecidos por los cinco del Bateragune, ratifican la penosa, inquietante sensación de que vivimos una sociedad indiferente y adormecida ante un agravio intolerable que nunca debió haber ocurrido.