Esa es la conclusión principal que se extrae de dos estudios en los que trataron de indagar acerca de la capacidad para hacer que una conversación concluya cuando lo desean las dos personas que charlan. En uno entrevistaron a personas acerca de alguna conversación que hubiesen mantenido con otra muy próxima a ellas en las horas anteriores. En el otro, que hicieron a continuación, pidieron a otras personas que charlaran por parejas; al acabar, les hicieron las mismas preguntas que a las del primer estudio. En total monitorizaron cerca de mil conversaciones.

A partir de las respuestas, el equipo investigador determinó si las dos personas que conversaban habían querido acabar más o menos al mismo tiempo, si fueron capaces de estimar cuándo querían que acabasen sus contertulios respectivos, y hasta qué punto fueron capaces de utilizar esa estimación para finalizar su conversación cuando ambas -o, al menos, una de ellas- así lo querían.

La mitad de los participantes habrían preferido que la conversación hubiese tenido una duración que difiriese -por más extensa o por más breve- en un tercio o más del tiempo que realmente duró. La otra mitad, lógicamente, habría preferido una desviación inferior a una tercera parte del tiempo durante el que se prolongó. Quienes participaron en el estudio creían que sus contertulios preferían que la conversación hubiese sido, en promedio, algo más larga de lo que fue y, sobre todo, que su duración hubiese diferido sensiblemente. Y aunque sospechaban que sus contertulios preferían que la conversación hubiese sido de duración diferente a la deseada por ellos, minusvaloraron la magnitud de esa diferencia; no fueron capaces de percibir con un mínimo de precisión cuál era la duración deseada por la otra persona ni, por tanto, la desviación o diferencia con respecto a su preferencia.

Como consecuencia de esos desajustes, solo un 1,6% de quienes participaron terminaron su conversación cuando las dos personas lo deseaban. Pero tampoco tuvieron mucho éxito para terminarla cuando, al menos, una de ellas quería: solo un 29% de las conversaciones acabaron así. También fueron pocas las que acabaron en un tiempo intermedio a los deseos de ambos participantes. Y lo más llamativo es que casi la mitad terminaron antes de cuando los dos querían y una décima parte, acabaron después.

Estos desajustes obedecen a dos causas. Por un lado, cuando hablan dos personas, lo más normal es que no quieran prolongar la conversación en la misma medida. Por otro lado, tampoco son capaces de saber, con una mínima precisión, qué desea la otra persona.

Una conversación no es una negociación entre dos personas con diferentes deseos o intereses, sino un problema de coordinación en el que el deseo de cada una por continuar depende en parte de lo que piensa acerca de lo que la otra quiere. El problema es que, cuando de lo que se trata es de terminar conversaciones normales, si una persona manifiesta con claridad que quiere acabar antes que la otra, corre el riesgo de molestarla, de manera que lo normal, sobre todo si se trata de alguien amable, es que enmascare las ganas de acabar la conversación aunque de esa forma se prive al contertulio de la información necesaria para resolver el problema. La amabilidad no siempre resulta beneficiosa.