Citius, altius, fortius. Más rápido, más alto, más fuerte. Es el lema de los Juegos Olímpicos de la era moderna y tiene una vigencia de más de 125 años. Inspira esfuerzo y el ideal de no ponerse límites. La sana competición desde el respeto al rival porque lo fundamental es la superación individual, no el desprecio del resto de competidores.

Fácilmente podría derivar ahora esta columna hacia las recién finalizadas elecciones en el Athletic -enhorabuena al nuevo presidente-, en las que humildemente creo que ha patinado el fair play, con ejemplos tristes de posverdad, descrédito y hasta victimismo impostado. Pero todo eso lo resuelve el balsámico ejercicio del voto y este siempre acierta, hasta cuando se equivoque -y aviso de que estas líneas se redactan antes de que haya resultado, para que nadie se dé por aludido- porque el error en las elecciones es el único aceptable en democracia.

Pero no, esto va de cómo una nadadora sufre un desmayo en plena competición y cómo es preciso que la rescaten para no perecer. Las imágenes de la estadounidense Anita Álvarez el pasado miércoles en Budapest son escalofriantes pero lo que mantiene el pálpito acelerado es escucharla admitir que estos incidentes son relativamente comunes en una disciplina -natación sincronizada- muy exigente. La belleza plástica de las piruetas implica apneas, estrés y un sobreesfuerzo que requiere una ventilación de la deportista que raya lo sobrehumano.

Uno no puede dejar de preguntarse si el ideal olímpico exige tanto. Si el citius, altius, fortius reclama de las y los deportistas asumir el riesgo de acabar mortius. Si el espectáculo debe continuar más allá de los límites de lo humano y de su integridad física. Hacemos de nuestras y nuestros deportistas los nuevos gladiadores y el gladius -la espada de madera que simbolizaba la libertad de quienes alcanzaban el éxito en combate- de nuestro tiempo son sus secuelas físicas y mentales.