El goteo de informaciones sobre las acciones encubiertas del excomisario Villarejo empieza a parecerse al striptease de una antigua estrella del destape: no es lo mismo que hubiera sido cuando estaba de actualidad pero sigue produciendo morbo. Y, sobre todo, nos recuerda lo que fue y cómo ha dejado de ser. Pero no deberíamos perder la perspectiva de que, bajo el lustre de aquellos días, latían las miserias que hoy nos llegan a parecer incluso grotescas.

Con Villarejo se le cae a uno el mito del superespía con pajarita. No te lo imaginas conduciendo un deportivo en dirección contraria -al menos sereno- ni repartiendo estopa a una legión de sicarios. En eso es mucho más veraz que la ficción glamourosa y seguramente mucho más influyente. Aquel agente encubierto era un mero instrumento del poder; este es su apéndice y ayuda a mover el timón de gobiernos de todo signo encubriendo o aflorando sus manejos.

Pero no puedo dejar de pensar que hoy sabemos lo que ayer nos ocultaron. Ni entonces ni ahora se manejó esa información por el interés general sino por otros, particulares, que no alcanzamos a descifrar del todo. Eso es terrorífico.

Las informaciones hoy conocidas sobre la relación de Villarejo con María Dolores de Cospedal, con el Partido Popular, con el Ministerio de Interior de diferentes signos políticos, el aviso anticipado de la existencia de las cuentas extranjeras del emérito y lo que vaya saliendo -por limitarlo al ámbito de la política y la acción pública y no sumar los tejemanejes particulares con empresas privadas-, dibujan un montón de árboles que a lo peor nos tapan el bosque de lo fundamental: las cosas se saben hoy porque se sabían entonces. Y se taparon con el descaro de quien decide que lo impropio, lo injusto, lo delictivo incluso, es una carta del gran juego de intereses e influencias más rentable si no se somete a principios éticos. Así nos va.