No deja de maravillar cómo se aferran al sistema que le ha servido al Borbón emérito para reinar durante décadas, no solo él, sino el círculo de intereses socioeconómicos y políticos que ha engordado a la vez que sus cuentas opacas. Objetivo: ser campechano.

La visita de estos días nos muestra a un abuelo pretendidamente convencional. Un tipo jatorra, que saluda y sonríe a todo el que se cruza, va a ver al nieto jugar un partido y se pasea en barco para que le dé el aire. O patronear el velero, según dicen, lo que da una idea del concepto de patronear el país que se dedicó a aplicar: se sienta uno en la popa y una pléyade de esforzados marineros procuran que no se vaya al fondo.

Pero el abuelo al uso que pretende ser ahora Juan Carlos de Borbón tiene tanto en común con los aitites que nos rodean como un gato siamés y un leopardo. Ambos son felinos, ambos dedican gran parte del día a dormir y, si me apuran, hasta ronronean igual de gusto ante la caricia. Pero uno se aplica en su dependencia y agradece el alimento, el cobijo y el calor mientras el otro se lleva las presas a la copa de un árbol y las devora en soledad, celoso de compartirla.

El disfraz de octogenario retirado no le encaja. La suya es una clase pasiva con ínfulas y amigos que invierten en él o le devuelven favores anteriores. Que con la naturalidad propia del convencido de su condición superior exhibe sus posibles ante una plebe y una oligarquía que aún le recibe con vivas por la parte chirene. Quien ha vivido de ser un símbolo, se deja hacer y, sobre todo, hace que otros hagan. Que hagan el trabajo de convencer que hay que perdonar lo imperdonable por razón de Estado; que los villanos somos gente de baja estofa y los bribones, de alta alcurnia y así debe ser. Y, si me equivoco, no me lo tenga en cuenta un juez porque lo siento mucho; me he equivocado; no volverá a suceder. Con eso valía ¿no?