La opinión pública europea ha dictado sentencia y ha considerado mayoritariamente que la causa más noble de las que chocan a muerte en el este europeo es la de Ucrania. No diré que no se viera venir que el festival de Eurovisión fuera a ser este año una catarsis de solidaridad hacia los invadidos porque tenía para mí que a los forofos habituales al concurso de talentos venido a menos se sumaría una legión de concienciados que lo iban a convertir en reivindicación con sus votos.

Por otro lado, seguramente el hecho de que el voto popular decida al final más que el técnico ha liberado a muchos de tener que propiciar el mismo resultado vestido de valoración artística. Del mismo modo que la sanción a la participación de Rusia ha permitido no tener que sancionarla de otro modo: con la humillante derrota de su oferta musical. No porque no hubiera habido en Europa quien se adhiera -vaya usted a saber por qué razón,- al pulso de imagen de Moscú en defensa de su derecho a someter por las armas, sino porque si alguna razón hubiera faltado para activar aún más a la opinión pública que el hecho de que Ucrania ganara habría sido que Rusia perdiera.

Todo esto alimenta una cultura popular que convierte la participación en una declaración inocua, que tranquiliza conciencias a quienes no apoyarían nunca el indigesto ejercicio de la defensa europea, su gasto en armamento y otras zarandajas de mala prensa, pero que con un sms siente que se ha rebelado contra la injusticia.

La labor de adoptar acciones impopulares seguirá en manos de los gobernantes pero decantar el resultado de un concurso musical por motivos que no tienen nada que ver con la música es otro modo en que hacemos política líquida justo antes de volver a reprochar a nuestros administradores el coste en nuestro bienestar de las medidas económicas que sí pueden ganar esta guerra.