EÍA esta semana una estadística a medio camino entre gratificante y desconcertante. Parece ser que el Estado español es el que más porcentaje de su población ha vacunado contra el coronavirus de entre los 50 más poblados del mundo. A eso podíamos unir que Euskadi está por encima de la vacunación media del Estado, lo que nos pone todavía mejor. Pero, a cambio, nuestras incidencias en cada ola se sitúan por encima del resto y nuestros momentos valle no ofrecen cifras de contagios tan bajas como a nuestro alrededor. A estas alturas ya no sé si el problema es que en nuestros hábitos de vida le hemos perdido el miedo al bicho o que nos hemos arrojado en brazos del hedónico carpe diem. No me quito de la cabeza la impresión de que le hemos dado una vuelta de tuerca a la despreocupada tradición que ya describió Góngora: "Traten otros del gobierno del mundo y sus monarquías mientras gobiernan mis días mantequillas y pan tierno, y las mañanas de invierno naranjada y aguardiente". Esta estrofa de Ande yo caliente parece esculpida en el frontispicio de la insensatez compartida. A mí dame el disfrute inmediato y que se ocupe otro de resolver lo que venga. Se diría que, junto a la vacuna contra el covid-19 se nos hubiera inoculado un egocentrismo que nos libera de toda responsabilidad hacia otros. Tenemos que aprender que vivir vacunados no nos evita ser portadores del coronavirus ni contagiarlo; solo mitigar su impacto en nosotros. Que no nos hace inmortales ni asépticos para los demás. Que un 98% de efectividad es una bendición pero que supone que muchos miles de vacunados seguirán siendo vulnerables. Que tenemos pies para andar por el suelo y no es conveniente usarlos para pasearnos por una cuerda floja entre dos rascacielos. No nos falta información clara para saber qué es conveniente y qué no. Nos falta voluntad para no rendirla a nuestros antojos.