Pasó el día de la marmota y ya estamos en el de sonrisas y lágrimas. Las urnas han puesto (o debieran poner) punto final a la teatralidad de unos, a las mentiras de otros y a las promesas de todos. Los políticos ya pueden dejar en casa la máscara electoralista que han enseñado en este carnaval que ha durado cuatro años y ganarse el sueldo trabajando en pro del bien común o, lo que es igual, buscando la estabilidad y el compromiso que permita adoptar medidas que hagan menos dura la nueva crisis que se avecina. Una crisis que, dicho sea de paso, apenas ha hecho acto de aparición en las últimas semanas, pese a que los síntomas y advertencias ponen de manifiesto una flojera que va en aumento porque sus dos principales factores, crecimiento económico y creación de empleo, así lo atestiguan.

No se puede negar la influencia de los conflictos internacionales que afectan directa e indirectamente a la UE, sujeta, a su vez, al estancamiento económico de sus principales locomotoras, como Alemania y Francia. Pero los políticos españoles, sean o no responsables de la gobernanza, deben abandonar la trinchera protectora de la influencia exterior y aceptar que, posiblemente, el mayor problema sean ellos mismos porque la mayor causa de la desaceleración económica viene de la mano de la inestabilidad institucional que vive una de las economías más débiles de Europa, como es la española, con tasas de desempleo, precariedad, déficit y deuda entre las más altas de la UE, sin olvidar el problema derivado por la sostenibilidad de las pensiones, así como por la creciente desigualdad social provocada por la devaluación salarial y la pobreza del empleo.

El panorama económico da señales de agotamiento en el consumo privado y la decadencia de una forma de hacer política que ha terminado por cansar a la sociedad dividida y distanciada entre los dos modelos que postulan quienes viven de la política sin hacer política. Unos aseguran que los estímulos económicos llegarán con una rebaja fiscal. Otros mediante un aumento del gasto público. Así llevan debatiendo y discutiendo durante cuatro años conservadores y progresistas, alardeando cuando la macroeconomía (crecimiento del PIB o beneficios empresariales) es favorable y acusando a los rivales cuando la economía real (afiliación a la Seguridad Social, consumo y endeudamiento) demuestran la inexistencia de un modelo coherente con la realidad que viven muchas familias.

sin cambios Aunque las diferencias son importantes entre ambos modelos, tanto unos como otros no han negado que se acrecienta la desaceleración económica a lo largo de esta campaña electoral y en comparación al panorama que se vislumbraba el pasado 28 de abril. Pero el reconocido deterioro no ha supuesto modificar o enmendar sus programas. Resulta difícil de entender cómo, si están de acuerdo en el diagnóstico, las recetas sean tan dispares: Estimular el consumo con una bajada de impuestos presupone una reducción del déficit basado en reformas y recortes sociales o, por el contrario, dinamizar la economía con más gasto público significa subir impuestos y penalizar a las empresas.

En este punto hay que insistir (un día más y a riesgo de resultar obstinado) que diversas instituciones europeas y españolas han advertido de la imposibilidad de bajar impuestos o subir el gasto público. La debilidad de la economía española no deja margen de maniobra en uno u otro sentido. No obstante, cuando las advertencias europeas se hagan realidad, es decir, sin movimientos significativos en la reforma laboral, la sostenibilidad de las pensiones, la política fiscal o el gasto público y sea cual sea el Gobierno que salga de estas elecciones (si hay un mínimo de madurez entre los partidos), apelará a Europa para justificar su inmovilismo.

Tengan o no las recetas adecuadas, lo cierto es que el primer desafío del nuevo Gobierno consiste en estimular el círculo virtuoso de consumo, inversión y empleo, pero sin la estabilidad institucional que reside en la responsabilidad social y el compromiso ético de los políticos, sean Gobierno u oposición, el objetivo es inalcanzable. Seguiremos en la cuerda floja. Por estas razones, y otras que se han quedado en el tintero por falta de espacio, resulta inaplazable que los políticos se dejen de amenazas e insultos para ponerse a trabajar por el bien común.