NO quería entrar a un trapo que, lejos de limpiar el cristal, solo servirá para embarrar las ventanas. Pero, como dijo el mudo tras soltar un grito en medio de la discusión a la que asistía impotente, es que le hacéis hablar a uno. No sé si López Obrador ha agitado un señuelo para los suyos o los ajenos, pero retroceder 500 años para poner sobre la mesa el vergonzoso trato que aún hoy padecen las etnias indígenas americanas es mucho diluir. Yo creo que, si el presidente mexicano quiere resarcir del genocidio impune a los indígenas de su país, debería empezar por enfocar el asunto hacia el ombligo del propio Estado mexicano. Pretender que el abuso que ha llegado al siglo XXI sea hijo de aquel que empezaron los colonizadores españoles es mucho pretender. No siento simpatía ni vínculo con Hernán Cortés como no lo siento con Lope de Aguirre ni en su faceta de degollador ni en la de redentor de las Américas, a las que quiso independizar de la Corona de España... para ponérsela él. Lo digo por las voces que piden una reflexión sobre el papel de los vascos en aquella razia. Ni social, ni cultural ni cosmogónicamente tenemos nada que ver la mayoría de los mortales de este siglo con los de hace cinco. Sin embargo, me parece que el debate se lo han ganado a pulso los que llevan años con la boca llena de los “500 años de historia común” cuando hablan del proyecto nacional español como uno, homogéneo e indivisible y se amparan en la herencia de un imperio que ya murió. “De Isabel y Fernando el espíritu impera”, cantaban los falangistas y hoy el tridente nacional-derechista nos quiere arrodillar bajo el mismo palio.