Acababa de echar un partido a paleta con mi pareja junto a las rocas del muelle que desemboca en la playa y nace al lado del Kai-Eder. Una señora de mediana edad se acababa de sentar en una de las rocas, cuando con nuestras pequeñas mochilas pasábamos junto a ella. Le saludamos, esbozando una sonrisa con un "buenos días". Ella, con la mejor de las sonrisas, nos regaló: "Cómo les agradezco que me saluden, ahora hay tan pocos que lo hacen". Le contesté complacido que a mí me resultaba muy grato hacerlo, despidiéndonos a continuación.
Este sencillo hecho me movió nuevamente a la reflexión. Y digo nuevamente porque al entrar en las duchas del polideportivo al que acudo con frecuencia saludo igualmente observando con cierta tristeza que en las aulas no se aprende (no sé si se enseña) tan elemental regla de relación humana. Me agradaría que reparasen tales incipientes amebas que en el milagro de la vida todo comenzó con una mirada, una sonrisa y una aproximación afectuosa. Los aislamientos hacen mucho daño a la común convivencia. Con mi afecto, sólo para aquellos que tienen oídos.