LAS fosas de Katyn, el velódromo de París, Jedwabne, y así un largo etcétera de sucesos de naturaleza inhumana, que palidecen ante las dimensiones y oscuridad del Holocausto configuran una parte muy significativa de episodios vergonzosos de historias nacionales en la vieja Europa. Recordarlos bien es dignificar a las víctimas y más en este nuevo tiempo en que la mayoría de los que sobrevivieron como testigos ha ido desapareciendo por ley de vida. En la actualidad, debemos velar por su legado. Rememorar por rememorar no sirve, la Historia no solo es pasado, sino que tiene algo siempre de presente. Y olvidar, por mucho que nos empeñemos, ciertos hechos, no se puede. Pero peor que desconocer ciertos episodios (porque siempre se puede saber) es conjurar un retrato falso de lo ocurrido, como que no hubo buenos ni malos o que los verdaderos criminales fueron otros… un genérico, aunque no sabemos con exactitud a quiénes nos referimos. No obstante, de forma irremediable, somos nosotros los que debemos asumir y ser responsables de ese ayer.

Historia y (mala) conciencia

Así, el fin de semana del 16 y 17 de julio pasados, sin ir más lejos, Francia conmemoraba la fatídica fecha de la redada del Velódromo de Invierno de París en 1942. En plena Segunda Guerra Mundial, el Gobierno colaboracionista de Vichy, que había emitido leyes antisemitas por voluntad propia, reunió a cerca de 13.000 judíos (3.031 hombres, 5.802 mujeres y 4.051 niños menores de 16 años, la mayoría nacidos en Francia), para entregárselos a las autoridades del Tercer Reich. Su destino, el complejo del campo de la muerte de Auschwitz-Birkenau. Pocos países fueron tan diligentes con el ocupante nazi. Nadie les forzó. Dinamarca, por ejemplo, logró salvaguardar la vida de casi todos sus judíos. Cuando los aliados liberaron París, en agosto de 1944, muy pronto iba a constituirse el mito de la resistencia.

En las décadas siguientes, dio la sensación de que todo francés se había opuesto frontalmente al ocupante alemán; se quiso ocultar de forma muy conveniente lo ocurrido con el mariscal Pétain que pasó de ser el héroe de Verdún a traidor, al abrazar y subordinarse convenientemente al imperialismo nazi. Hasta 1995, el gobierno galo no asumió su responsabilidad en tal ignominia. Casi tres décadas más tarde, hay quien afirma con orgullo desmedido que Francia “protegió a los judíos franceses”. Y, en cierto modo, así sucedió. Las autoridades de Vichy ante las exigencias nazis, les remitieron a los judíos extranjeros. Les fue cómodo. Tenían contento al ocupante y les dejaba seguir gestionando de forma autónoma la parte de la Francia no ocupada (hasta 1944), hasta un total de 33.000 judíos (también franceses) fueron entregados conociendo cuál sería su destino, y muy pocos sobrevivieron. Pues el objetivo final de los nazis no era otro que acabar con toda la raza judía de Europa. Más claro agua. Nada tan cruel ni tan inhumano.

De un tiempo a esta parte, hay cierta corriente tildada equívocamente de revisionismo histórico al minimizar el daño del exterminio. No revisan, sino falsean, la Historia misma es revisión (de ahí la Historiografía). Por eso, entre los círculos profesionales y académicos son conocidos de forma más acertada como negacionismo, porque se empeñan en encubrir o tergiversar lo ocurrido de una manera funesta y perversa, negando, en definitiva, la verdad. Dentro de esta corriente hay quienes alimentan incluso la falacia de que el Holocausto no sucedió, fue un invento judío. Otros sectores, por el contrario, sin llegar tan lejos, optan por culpar a los nazis de todo, pero sin admitir que también participaron o colaboraron voluntaria y activamente en el programa de exterminio muchos ciudadanos de su propio país.

La ultraderecha europea se ha sumado a esta retorcida mirada, empeñándose en minusvalorar la labor de la ciencia histórica, blanqueando el pasado. Pero su ideario malsano, racista y xenófobo, resulta ser el mismo capaz de anular la conciencia de tantos y tantos ciudadanos europeos para justificar e implicarse en tales horrores. De ahí que la Historia y una adecuada memoria conmemorativa y reparadora sean tan importantes para conjurar esta perfidia; y que la banalización del saber histórico sea tan peligrosa.

No es una retórica baladí, tanto la Unesco como Naciones Unidas han advertido de una campaña de negación de la Shoah, dando cifras concretas de cómo en ciertas redes o plataformas digitales (como Telegram) se ha propagado tal insidia. En un mundo global, en donde preocupa tanta la falta de control de ciertos mensajes o contenidos, y se produce tal avalancha mediática de información, la influencia nefasta que pueda tener esta clase de idearios (por llamarlos de alguna manera), es muy preocupante. El pilar básico para conjurarlos es la educación o, más bien, una educación en valores que nos ayude a entender de una forma muy sutil y concreta que no se puede frivolizar sobre el número de asesinados por los totalitarismos ni sobre la relevancia que cobran las actitudes humanas. Los prejuicios, los recelos y la intolerancia configuran una parte muy significativa de nuestro entorno. Y se traducen en reacciones y actitudes inhumanas contra otros grupos sociales, contra los judíos, los magrebíes, los que sienten o aman de forma diferente… en otras palabras, contra todos los que no son como ellos.

La cruda semblanza de la Segunda Guerra Mundial y todo lo que trajo consigo el Tercer Reich y el nazismo en los países de la Europa ocupada bajo su yugo, y sus más angustiosas enseñanzas, no son solo Historia, sino realidades. Es pasado, pero es un pasado que bien puede retornar si no somos capaces de exorcizar sus oscuridades. Y la única forma es mirarlo directamente a los ojos y, al mismo tiempo, escuchar el testimonio de tanto dolor y sufrimiento. Solo así, poniéndonos en su lugar, entenderemos y seremos capaces, aunque sea mínimamente, de empatizar con las víctimas. Aquellas víctimas son, en cierto modo, iguales a nosotros, todas las víctimas, en todo tiempo y lugar, y preservar su dignidad es nuestro deber moral siempre.

* Doctor en Historia Contemporánea