ACE poco ha saltado a la prensa el último escándalo del fraude del cobro, en concepto de comisiones, de cerca de 6 millones de euros en un contrato de 14 millones de euros que el Ayuntamiento de Madrid pagó por diverso material sanitario en el momento de auge de la pandemia por el covid en marzo de 2020. También se ha conocido otra estafa de 1,2 millones de euros en mascarillas de ínfima calidad, igualmente contratadas a través de intermediarios.

Anteriormente se hizo público el caso que afecta a la presidenta de la Comunidad de Madrid, por la adjudicación a dedo de un contrato por valor de 1,5 millones de euros para la adquisición de mascarillas a una empresa que pagó una comisión a su hermano.

Llama la atención en estos últimos casos, la existencia de la figura del comisionista. La figura del conseguidor, el mediador, el facilitador, el intermediario, o como se le quiera llamar, en la contratación pública no existe. Puede darse en la esfera privada, pero no en la Administración. Las Entidades Públicas tienen un procedimiento de contratación que debe garantizar, en todo momento, que la adjudicación se realice en condiciones de transparencia y concurrencia a la mejor oferta, tanto desde el punto de vista técnico como económico.

A lo largo de mi experiencia como empleado público siempre he creído que la práctica de la contratación en el sector público debía ajustarse a los principios de libertad de acceso a las licitaciones, publicidad y transparencia de los procedimientos, y no discriminación e igualdad de trato entre los ofertas. En ninguno de mis cerca de cuarenta años de trabajo en la Administración he conocido la intervención de intermediarios en la contratación pública. Siempre ha habido una relación directa entre la Entidad contratante y las empresas licitantes. La existencia de terceros que consiguen contratos, que contactan con empresas, mediadores externos... está excluida del procedimiento público de contratación.

Por eso, cuando aparece esta figura en la actuación administrativo de contratación, es porque se ha producido una distorsión en el procedimiento establecido, o porque se ha buscado un subterfugio para sortear los elementos de control que deben presidir la acción pública.

No hay que olvidar que la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público introduce una norma especial relativa a la lucha contra la corrupción y prevención de los conflictos de intereses, mediante la cual se impone a los órganos de contratación la obligación de tomar las medidas adecuadas para luchar contra el fraude, el favoritismo y la corrupción, y prevenir, detectar y solucionar de modo efectivo los conflictos de intereses que puedan surgir en los procedimientos de licitación.

Lamentablemente, son tantas las noticias sobre corrupción política que ya no generan ningún efecto de calado en la opinión pública. Nos hemos acostumbrado a ello y parece que la sociedad las admite como algo consustancial a la práctica pública, y por eso, al mismo tiempo que se conocen la existencia de estas actuaciones, no deja de subir la expectativa de voto de un partido como el PP, cuya práctica es consustancial a la corrupción, como lo atestiguan las reiteradas sentencias judiciales y los casos que le salpican allí donde ostentan responsabilidades de gobierno.

Alberto Núñez Feijóo, recién nombrado secretario de esta formación política ejerce de gallego y no dice ni palabra de todo esto, como si no tuviera nada que ver. Al igual que se esconde, tras una oportuna agenda de trabajo, para no asistir a la toma de posesión del Gobierno de Castilla-La Mancha en donde su partido ha cruzado una peligrosa línea roja posibilitando que la extrema derecha fascista de Vox forme parte del Gobierno. No es extraño que cada vez se escuchen más voces pidiendo la ilegalización del Partido Popular en aplicación del artículo 10.2 de la Ley de Partidos Políticos, al incurrir en supuestos tipificados como asociación ilícita en el Código Penal.

Pero el tema de la corrupción en el Estado español viene de más lejos y entronca directamente con el franquismo y la Transición. No lo digo únicamente yo, lo dice una persona tan poco sospechosa de izquierdismo como es el juez en ejercicio Joaquim Bosch, en su documentado libro La patria en la cartera. El franquismo institucionalizó por completo la corrupción. Lo expresó el propio Franco en un discurso en Lugo en 1942: "Nuestra cruzada es la única lucha en la que los ricos que fueron a la guerra salieron más ricos". El propio Franco fue un corrupto amasando una fortuna personal a partir de la apropiación de bienes públicos y de mordidas en contratos públicos.

Durante la Transición no hubo voluntad política de erradicar la corrupción procedente del franquismo, como no lo hubo de propiciar una ruptura democrática. Se mantuvo como herencia inmoral. Se buscó borrar la memoria política de la corrupción del franquismo, y esta pervivió en la Transición y sigue presente en el siglo XXI.

Los exégetas de la Transición, que la venden como un producto de la confluencia de voluntades entre la oposición y una parte procedente del régimen, ocultan que no hubo tal negociación, sino que fue impuesta por los herederos del franquismo, manteniendo lo fundamental de su régimen. Incluyendo la práctica de la corrupción sistemática en el engranaje público y privado. De hecho, se conoce que la propia UCD se financió con fondos provenientes de países árabes a través de la intermediación del propio jefe del Estado que ya ejercía de comisionista y que a lo largo de su trayectoria ha dejado pequeños a los Luceño y Medina, alumnos del emérito en lo de Pa'la saca.

Lo que dibuja un panorama en el Estado español, no de casos aislados, sino de la existencia de una corrupción sistémica. * Analista