A frase torera esculpida en mugre por el logrero Luceño selló el pelotazo de las mascarillas el día que fallecieron más de doscientas personas por el virus pandémico. Importaba poco a los trileros de alcurnia la situación de hospitales, residencias de ancianos, lo que contaba era el botín... La Saca, nombre este de siniestro recuerdo. Cuesta no ponerse moralista (en balde) y solo eso, como cuesta no disfrazarse de justiciero y pedir cabezas y picota (también en balde o poco menos). No, esto no es de Escopeta Nacional, aunque lo parezca, no es de risa, sino de asco. Comparar lo que va saliendo a la luz con los episodios del desbarre nacional llevado con vitriolo al cine, sería reducir mucho las cosas. No todo puede quedar en una burla producto del fatalismo sarcástico que enmascara la impotencia. Unos hechos como los que ahora mismo se investigan en los tribunales no pueden quedar reducidos a hazañas de maleantes de la cosa pública con brochazos de la picaresca, porque no son pícaros, por mucho que se manguen entre ellos, son granujas con empaque, gente dañina, sin escrúpulos, que se ha aprovechado de una calamidad que ha causado varios miles de muertos.

La frase quedará al menos durante un tiempo como ejemplo de los límites que ha alcanzado la infamia en este país, un paso más por encima de aquel: "Es el mercado, amigo", que recibió como explicación un expoliado por parte del mangante que fue a parar a la cárcel y salió hecho un campeón y tan rico como entró (o quién sabe si más): Rodrigo Rato. La misma mugre, idéntica horda, formada por nombres que se pierden en el mogollón de la mangancia: parásitos sociales, aristócratas, falsarios, cargos electos, burócratas, sindicalistas (verticales y horizontales), gente de curia y uniforme... viene de lejos.

Dionisio Ridruejo lo denunciaba en 1961: el robo desde la esfera pública era una cultura política que no ha dejado de asentarse, de echar firmes cimientos con todos los gobiernos que ha habido, ya fuera con la dictadura o con el régimen del 78.

Y no, los rojos no han salido de cacería. El propio alcalde de Madrid, que tanto si se enteró de lo que sucedía delante de sus narices como si no, se retrata en ese fango por sí solo y no por esfuerzo alguno de la izquierda. Proclamar el acoso y el derribo es un intento desvergonzado de enmascarar el fenomenal alcance de lo sucedido, tanto que a sus protagonistas les resulta imposible explicarlo en sede judicial. No es de risa, aunque la rabiosa carcajada te arda en la garganta. No pueden explicar cómo se esfuman 300.000 euros en el transporte de mascarillas y demás. En resumen: la pandemia, con sus muertos, sus enfermos condenados a las secuelas, sus profesionales sanitarios desbordados y faltos de verdaderos medios, un día aplaudidos y al siguiente despedidos, era un negocio fabuloso que se olía de lejos. La urgencia y los daños eran una niebla que apenas dejaba ver las trastiendas, sobre todo si no tenías interés en ver lo que en ellas sucedía.

Leía estos días una novela excepcional, Crematorio, de un autor fallecido: Rafael Chirbes. Y la he leído con tristeza, no solo por su autor, sino porque entre líneas estaba yo mismo aportando lo sucedido desde que se publicó, en 2007, hasta ahora, que es mucho, demasiado. ¿De qué trata esa novela? De la mangancia, de la especulación (en la costa mediterránea en ese caso concreto), de la rebatiña, de los botines, de la Saca y de sus protagonistas, de la deserción. La denuncia de Chirbes es clara, en esa y en otras novelas de éxito merecido, pero esas denuncias poco o mejor nada les importan a quienes se acodan en la Maestranza en barrera de capotes a ver los toros o esfuman capitales tal que Fumanchús de la guita, o se compran coches de carreras como si fueran piruletas: se sienten con derecho indiscutible a enriquecerse por muy deshonestos o indecorosos que sean los métodos, o precisamente por eso, porque el manejo de esos métodos demuestra una extraordinaria listeza en un mundo de tontos, de gente que no sabe de qué va la vida ni disfrutar de esta, ¿verdá? Ni que lo que de verdad cuenta, es la Saca, el botín. Viene de lejos y los jueces lo saben, y de extranha forma de vida, a la manera de la Amália Rodrigues, nada, lo habitual, la Saca...