S indigesto el espectáculo de tantos políticos locales, representantes de municipios y comunidades, ofreciendo sus territorios para acoger a las mujeres afganas. Lo mismo la vicealcaldesa madrileña Villacís -la más perfecta representante del faranduleo en ese estrato-, que la presidenta balear Armengol, o la alcaldesa catalana Colau. No van a la zaga iniciativas como #YoAcojo; qué bonito lo de poner un hashtag y mostrar tan profunda aflicción y tanta cercanía humana por lo que está sucediendo allá en medio de Asia. O esos manifiestos, a la par empalagosos y pretenciosos. Teniendo en cuenta que en Afganistán la población femenina la componen unos 25 millones de mujeres y niñas, parece claro que la mejor manera de evitar que sufran la criminalidad de los talibanes y sean de nuevo embutidas en un burka hubiera sido quedarse allá. Esto de aparentar que estamos tan profundamente concernidos en la tranquilidad de nuestro espacio occidental de libertades, como pose política o como pátina de pretendida solidaridad, es una contribución más al infantilismo con el que aquí se despacha todo. Se quedan tranquilas las conciencias, se emplea un ratito veraniego para embriagarse con la emoción de saberse cercano al drama, y a otra cosa. Las gentes que vean a tantos líderes sociales proclamar tan franca solidaridad tendrán una razón para escabullirse, sin contraer la obligación de pensar por qué pasan algunas cosas. Ya tenemos a nuestros representantes narcotizando nuestra conciencia civil, no hace falta intentar entender qué tipo de valores culturales y democráticos serían los necesarios para que el combate contra la infamia sea eficaz. Como cínico es lo de hablar sólo de las mujeres, y no de todos los afganos. Los talibanes también son reconocidos por la costumbre de castrar a sus enemigos, algunos de los cuales son colgados del cuello con los testículos en la boca.

Bush emprendió la misión en Afganistán convencido de que allá se entrenaba terroristas, pero sabedor también que lo que hacía falta era edificar una suerte de sociedad democrática para que, efectivamente, la libertad fuera duradera, como así se denominó la misión. Obama, cuyo legado político se reduce a un magnífico álbum de fotos, disoció ambos conceptos: una cosa era ajusticiar a Bin Laden, dicho y hecho, y otra quedarnos a construir un país que cumpliera con determinados estándares. Ahí es cuando se decide la retirada. Luego Trump, el pragmático y el que no empezó guerra alguna, pactó con los talibanes un plazo para la salida a cambio de que no volvieran a cobijar terroristas. Y por fin llegó Biden, un presidente que no dispone de las capacidades mentales requeridas al comandante en jefe. El desastre de cómo se han desencadenado los acontecimientos sólo se le puede atribuir a él, que ha permitido que, en efecto, quien ría el último ría mejor. Lo ocurrido en estas dos semanas tendrá un peso en la historia durante muchas décadas. La medida de cuan infame es una retirada es todo lo que se deja detrás. En este caso, un país desamparado, millones de personas en riesgo inmediato de ser asesinadas, e ingentes cantidades de material militar y de inteligencia que no ha podido ser retirado a tiempo, y que se valora en decenas de miles de millones de dólares. Por ejemplo, los talibanes tienen ahora más helicópteros de combate que el 85% de los países del mundo. También, sistemas de visión nocturna y guerra electrónica. E incluso el software que se usó para el registro biométrico de los colaboradores de occidente, con su identificación dactilar, del iris y datos de filiación.

A poco más de 6.000 kilómetros de Kabul está la base de Torrejón, que Sánchez ha convertido en una especie de Ellis Island, el lazareto al que llegaban los emigrantes que querían pisar Nueva York. Tras la tonelada de almíbar con la que el presidente ha vuelto de sus monárquicas vacaciones se esconde una realidad poco confesable. España se ofrece para aceptar a todos los refugiados que no quieren, ya lo han dicho, en países como Austria, Suecia, Holanda o los del grupo de Visegrado. Esa es la razón de las palabras de felicitación y agradecimiento de Ursula von der Leyen ante las que se licuaba nuestro galán.

Estados Unidos tampoco cambia de la noche a la mañana sus requerimientos para conceder asilo. Al presidente del Gobierno no le importa que seamos el pagafantas del despropósito si con ello pilla pose en un telediario. El Parlamento, que espere.