OSPECHO que, a medida que nos repantingamos en el sofá para ver las proezas deportivas de otros, perdemos algo. Recuerdo a Gabriela Andersen, la maratoniana suiza que ofreció la imagen más dramática del olimpismo en Los Ángeles 84. Exhausta, se negó a abandonar hasta cruzar la meta. Sufrimos con ella, con su reivindicación del deporte no por el triunfo, la gloria ni el dinero, sino por ella misma. Pero, a medida que el negocio gana el pulso, pedimos más sudor, más sangre, más sacrificio. Hoy casi reprochamos a los titanes que no estén dispuestos a morir por el espectáculo.