La configuración de nuestro sistema solar, formado por cuatro pequeños planetas rocosos y otros cuatro gigantes gaseosos, no se da en la mayoría de los sistemas planetarios observados que cuentan con planetas de tamaños similares entre ellos, con radios superiores al de la Tierra y que giran en órbitas muy cercanas a su estrella. De hecho, la mayor parte de los exoplanetas encontrados orbitan tan cerca de su estrella como Mercurio. No es común encontrar planetas como Júpiter o Saturno tan alejados de su estrella. En lugar de quedarse en órbitas exteriores, la mayoría de los planetas gigantes migrarían hacia el interior de su sistema solar, pudiendo interferir en la formación de mundos similares a la Tierra. Los astrónomos creen que, en los comienzos de nuestro sistema solar, Júpiter debió migrar hacia el interior, hacia el Sol, llegando hasta el lugar que actualmente ocupa el planeta Marte. Júpiter habría seguido cayendo hacia el Sol si no hubiese sido por Saturno, que también empezó a ir a la deriva, pero al acercarse los dos planetas gigantes se vieron atrapados en una resonancia orbital y comenzaron a ejercer una influencia gravitacional periódica y regular entre sí, revirtiendo gradualmente sus espirales y haciéndolos virar de nuevo para alejarse del Sol. Según los astrónomos, sería a Saturno a quien tendríamos que agradecer el hecho de que estemos aquí.

Esa teoría científica, llamada la gran travesía, afirma que Júpiter, primer planeta en formarse, comenzó a moverse hacia el Sol, tal y como ocurre en otros sistemas solares. Saturno, que se formó más tarde, hizo lo propio, pero empezó a moverse hacia el sol más rápido que Júpiter. Se piensa que en ese momento la duración de la órbita de Saturno y la de Júpiter guardaban una relación sencilla de 2:3. Esto significa que cada dos vueltas de Júpiter y tres de Saturno, los planetas estaban alineados. Cuando esto sucede, los planetas ejercen una fuerza gravitatoria entre ellos mayor, y dado que las órbitas están sincronizadas, suceden en intervalos de tiempos regulares. Es lo que en física se llama resonancia y es parecido a lo que sucede cuando empujamos un columpio. Si sincronizamos el momento de empujar con el movimiento del columpio, este cada vez alcanza más altura. La atracción de los dos planetas gigantes hizo que su movimiento se revirtiera y comenzaran a alejarse del Sol. Fue Saturno el que arrastró a Júpiter hasta alcanzar órbitas más lejanas de aquellas donde se formaron. Estas migraciones alteraron las órbitas de los planetas pequeños hasta su actual configuración.

La migración también puede explicar el origen del agua en la Tierra. Aunque la Tierra se formó a partir de material cerca del Sol probablemente muy seco, la gravedad de los gigantes pudo haber desestabilizado las órbitas de asteroides y cometas más lejanos del Sistema Solar, los cuales tenían agua en forma de hielo. La gravedad de Júpiter pudo ralentizar el paso de asteroides y cometas hacia el interior del sistema solar, haciendo que el material de estos pequeños cuerpos se depositara en la Tierra. El hielo de estos objetos pudo derretirse en nuestro planeta y permitir la aparición de la vida.

Asteroides y cometas surcan el sistema solar, la mayoría en órbitas estables, pero algunos emprenden caminos que pueden acabar estrellándose contra nuestro planeta. Por fortuna, gracias a Júpiter y Saturno, impactos de meteoritos sobre la Tierra se producen en raras ocasiones. Y es porque tenemos escudos que nos protegen. Júpiter, con su enorme atracción gravitatoria, atrae a cometas y asteroides y protege a los planetas interiores. Sin su presencia, la Tierra habría recibido multitud de impactos. Pero además de Júpiter, Saturno también hace de escudo protector de nuestro planeta. Kevin Grazier, de la NASA, ha hecho simulaciones en las que, con el concurso de Júpiter y Saturno, muestra que son necesarios ambos planetas combinados para desviar cometas y asteroides fuera del sistema solar.

Pero sin el campo geomagnético la vida tampoco habría sido posible en la Tierra. El Sol emite partículas de alta energía, y esta radiación, altamente nociva, es desviada por el campo magnético, que actúa como escudo protector de nuestro planeta. En ausencia de campo magnético, la atmósfera puede ser vaciada por el viento solar, como se supone que sucedió en Marte, que no tiene campo magnético global y donde la presión atmosférica es más de cien veces menor que en la Tierra. Ese campo magnético interacciona con el viento solar en una región llamada magnetosfera que se extiende por encima de los 500 kilómetros de altura. Esta capa protege a la Tierra de los rayos cósmicos que destruirían la vida.

Muchas de las características de la Tierra, que parecen críticas para el desarrollo de vida inteligente, no han sido observadas en otros planetas, lo que podría indicar que nos encontramos en el único lugar del Universo en el que podríamos estar. El hecho de que ningún radiotelescopio de la Tierra haya conseguido nunca captar señales de vida inteligente extraterrestre sugiere que tal vez estemos más solos de lo que suponía. Da vértigo pensar que estemos solos en un universo prácticamente infinito.

* Analista