Ahora que se habla tanto de la educación tras el informe PISA, voy a contar una anécdota que me sucedió el año que empecé a impartir enseñanza. Tenía yo unos veintidós años más o menos y siempre que podía, bajaba con los chicos a estar con ellos. Era la década de los sesenta y no había obligación de hacer guardias en el patio.

Yo bajaba, no para vigilarlos, sino para vivir la cercanía con los chavales, compartir el patio con ellos,que en aquellos años no era ni patio, era una calle en un barrio periférico de Santurce. Se habían habilitado una viviendas como clases y cuando tocaba recreo salían a la calle. Se facilitaba, desde luego por el casi nulo tráfico y los vecinos estaban encantados con tal que a sus hijos hubiera maestros que los atendieran.

Quería demostrar que los chavales se sintieran acompañados, no solo en clase, que vivieran la familiaridad entre educadores y destinatarios, queridos y demás.

Tenía un chicato que su aita tenía un bar en la misma calle. Yo me dije un día: voy a conocer al padre de Luisito. Y entré al salir de clase y pedí un chiquito. Hablamos y en un momento dado me preguntó: “Usted está mucho en la calle con los chavales”. Sin pensarlo mucho contesté: “¿Le parece extraño?”, pues había notado como un poco de reproche. Me dijo que tenía otra hija mayor en una academia “y allí sí que respetaban a los profesores, de jugar y estar con ellos ni hablar”. Sentí pena y me sentí incomprendido. ¿Qué tendría que ver una cosa con la otra? ¿Qué es el respeto? Habiendo estado en un colegio interno en que el fundador a finales del ¡siglo XIX! había tenido esa intuición yo me apunté y la seguí practicando contra viento y marea.

Hoy que tantas teorías se escriben ya en el siglo XXI yo brindo esta sencilla actitud. Gratuita y elemental, pero mejorarían los resultados. En el patio se puede prolongar la escuela y ¡de qué manera!