No parece la mejor época para hablar de las dos cosas. No parece fácil casar los dos entes, salvo que estés en el ejército destinado en un sitio de guerra, esperando a matar o que te maten y te den unas vacaciones para volver a casa por Navidad. Pues bien, yo, que no soy militar, ni lo seré si no es a la fuerza, y estoy en casa, me siento como un niño muy enrabietado, con una casqueta monumental, tirado, despatarrado en mitad de la calle, berreando como una bestia parda, delante de padres, abuelos y hermanos, porque no me aguanto ni yo mismo, ni el sucio suelo, ni el aire que respiro, ni la luz del sol, ni las nubes, ni la lluvia que me moja, ni nada de nada. A punto de empezar la Navidad. Grito en nombre de las alambradas de los campos de concentración de refugiados, que huelen a orín, a sangre seca y a vinagre. Grito en nombre de los niños y mujeres, jóvenes y viejos, aplastados en los edificios destruidos por las bombas de los rusos, americanos y europeos. Grito porque me da la realísima gana y porque no aguanto más en una Tercera Guerra Mundial encubierta, simple y sencillamente porque los almacenes de armas están repletos y hay que gastarlas para dejar sitio a las más nuevas. 150.000 millones de dólares es el gasto anual en armamento, caprichosa cantidad que quitamos a la alimentación, a la educación y a la sanidad de los que no saben dónde caerse muertos. Y se nos están llenando cada mañana las esquinas de negros jóvenes pidiendo una moneda. Y fueron felices y comieron perdices volviendo a casa por Navidad. Ator, ator mutil etxera, pero nunca olvides tu felicidad.
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