EL movimiento de protesta que ocupa la plaza Taksim, en el centro de la zona europea de la capital turca, Estambul, para exigir ya sin reparos y con el apoyo de amplios sectores de la población la dimisión del primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, se ha pretendido homologar como una extensión de la Primavera Árabe. Pero no hay tal. La crisis económica, más bien crisis de subsistencia, sobre la que prendió la mecha de las revoluciones populares de Túnez o Egipto no existe en Turquía, donde la economía crece a un ritmo del 5% que para sí quisieran los países europeos. La deslegitimación social de los regímenes dictatoriales tunecino o egipcio tampoco es el germen de la protesta, toda vez que el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) de Erdogan ha ido incrementando su cuota de apoyo en las sucesivas elecciones. Su carácter islamista, menos moderado quizás de lo que se pretende internacionalmente, descarta asimismo el componente religioso. En todo caso es al revés y la protesta se nutre del tradicionalmente importante laicismo otomano. Finalmente, la inserción social de los çapulcu -autodenominación despectiva con que les calificó Erdogan y que han adoptado los propios manifestantes-, así como su preparación y cultura, con una mayoría de estudiantes y profesores universitarios, está lejos de ser comparable a la de los jóvenes que protagonizaron las algaradas iniciales contra las dictaduras de Ben Ali o Mubarak. Y el propio motivo original de las protestas, la oposición a la destrucción del parque Gezi para construir un centro comercial y la protección del adyacente Centro Cultural Ataturk, es otra diferencia evidente. En realidad y como corresponde al más occidental y democrático -adjetivos ambos que precisan de muchos matices- de los países islámicos, la protesta turca está más cerca de la indignación que causa en las juventudes de los países occidentales la evidente separación entre la élite política y las clases medias que del movimiento árabe, aunque como este germina en una población mayoritariamente joven a la que la brutalidad policial -cuatro muertos, entre ellos un agente, y 4.000 heridos- y la cada vez más evidente falta de tacto del propio Erdogan encienden y ofrecen la oportunidad de extender sus exigencias a la reparación de las carencias históricas de la democracia turca, la libertad de expresión entre ellas.
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