LA admisión por Luis Morcillo, en su declaración ante la juez de instrucción Ana Isabel Gasca, de la autoría material del asesinato de Santiago Brouard (20-11-1984, en Bilbao); confesión ya realizada a un medio de comunicación y, con anterioridad, a otro imputado en la misma causa, el expolicía José Amedo, que la había grabado y presentado como base de la denuncia que da lugar a la declaración judicial; confirma la tesis planteada ya hace décadas por la acusación particular que representa a la familia Brouard. Y, al hacerlo, termina de desvelar las apuntadas trabas políticas que impidieron en su día una investigación hasta las últimas consecuencias y llevaron al para la justicia vergonzante desenlace de una injusta absolución "por falta de pruebas". Absolución que, además, supone ahora la imposibilidad de exigencia de responsabilidades penales al autor material y al resto de implicados más directamente en el asesinato. Sin embargo, la confesión de Morcillo -quien, por cierto, ha tenido el extraño privilegio, negado en tantos casos, de realizarla por videoconferencia-, siquiera casi 29 años después y aun con contradicciones que siguen enmarañando el proceso; y sus alusiones respecto al encargo y pago del asesinato, reivindicado por los GAL, desde el Ministerio de Interior o en relación con cargos relevantes dentro de su estructura como el entonces director general de Seguridad, Julián Sancristóbal; debería posibilitar la apertura por la fiscalía de una nueva investigación encaminada a aclarar la responsabilidad última en la muerte de Brouard y a encausar a las personas relacionadas con la misma no exentas de responder a sus responsabilidades por no haber sido juzgadas en el proceso que en 2003 se cerró en falso con las absoluciones del propio Morcillo y del excomandante de la Guardia Civil Rafael Masa pese a la condena de Rafael López Ocaña. No hacerlo, con independencia de los objetivos que pudieran pretender hoy Amedo y Morcillo, sería incurrir de nuevo en la misma aberración -si no en algo más grave- de anteponer a la justicia que exige un crimen los intereses políticos y/o de Estado por proteger las cloacas del mismo. Y eso supondría persistir en la complicidad, también de sus actuales gestores, en el uso injustificable del terror frente al terror y su total deslegitimación democrática.
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